Amparo Lasheras Periodista
Las riendas del cambio tienen que ser nuestras
En otoño, las tardes de lluvia y los cafés demodé guardan todavía las claves escénicas para las confidencias tranquilas y la reflexión ideológica de un tête à tête sobre la utopía y lo prosaico que a veces resulta el discurso de la política real. Fue en ese contexto de conversación y murmullo de voces ajenas, de cristales empañados y aroma de café cuando mi amigo, entusiasmado todavía con el primer acto de ASKEncuentros, en el que intervinieron Alfonso Sastre y Arnaldo Otegi, me preguntó: ¿No crees que estamos viviendo un momento histórico importante? Le contesté que seguramente sí y continuamos hablando con ese impulso anárquico que guía las conversaciones de quienes no buscan la coherencia ni la inmediatez de un mensaje determinado.
Sin embargo, su pregunta permaneció dando vueltas en mi pensamiento con la necesidad de obtener de mí misma una respuesta más concreta a la importancia de saber que, aquí y ahora, está ocurriendo algo que social y políticamente nos sitúa en una encrucijada nueva y diferente y que, además, exige decisiones o alternativas arriesgadas y de gran calado. En esa soledad de reflexión individual, tan gratificante si nadie la interrumpe, intenté estructurar de la mejor manera posible todas las ideas que bullían en mi cabeza. El resultado se encuentra en estas líneas y, sobre todo, en el convencimiento con que las escribo.
Resulta evidente que después de adaptar y llevar a sus extremos más incontrolables el individualismo y el mensaje de laissez-faire del liberalismo económico del siglo XIX, el capitalismo ha dejado en evidencia los excesos de su propia codicia. Los países ricos han entrado en una recesión cuyas consecuencias sociales pueden ser imprevisibles ante la falta de empleo y la pérdida del poder adquisitivo que ha permitido sostener el consumismo impuesto por el propio capitalismo. El desastre de la globalización ha expoliado los recursos de los pueblos menos desarrollados, ha fomentado las guerras y las hambrunas dando lugar a una migración desesperada de millones de seres humanos donde la vida y la muerte se deciden como la suerte de una moneda. Llevamos meses leyendo en la prensa y escuchado en tertulias y debates análisis de topo tipo y condición sobre una crisis que dicen puede ser la más grave desde la II Guerra Mundial. Ante tantos datos e informaciones, la perspectiva general y global de la situación nos está despistando de la idea concreta de que cada uno de los ciudadanos de Euskal Herria es uno más de los muchos trabajadores que sufrirán las penalidades de una crisis que ya parece imparable.
El mundo debe cambiar y, tal vez, hay que pensar que ese cambio no puede ni debe venir de los artífices del sistema que ha permitido el actual desastre y que todos conocemos con el curioso nombre de G-20. Quizás y sin demagogia, hay que convencerse de que no debe ser el empresariado vasco quien, desde un victimismo intolerable, imponga las reglas del cambio en Euskal Herria. Puede que a estas alturas resulte obligatorio que los trabajadores se den cuenta de que todas las crisis han fortalecido al capital, han destruido empleo y han aumentado la precariedad laboral. Ha llegado la hora de creer que deben ser los trabajadores, desde su realidad más inmediata, quienes propicien el cambio exigido, defendiendo sus derechos laborales, la dignidad de su clase y los valores de lucha que las sucesivas crisis se han encargado de enterrar en un olvido pactado.
Por otra parte, en los últimos días hemos asistido al plante que EA y ESAIT le daban al PNV y a su proyecto político, claramente encuadrado en un maridaje insultante con la idea de una España moderna pero siempre unida. Los primeros lo hacían reivindicando la soberanía y el derecho a decidir de Euskal Herria. Los segundos defendiendo la oficialidad de una selección de Euskal Herria y no de Euskadi como quiere imponer el PNV desde la trastienda política de Sabin Etxea.
He tenido la impresión, no sé si periodística o personal, de que estamos llegado al final de un tiempo. He sentido que por primera vez en muchos años, el tradicional respeto por la tutela paternal y la autoridad ideológica de los jeltzales, existente todavía en algunos sectores de la sociedad, se rompía en mil pedazos y la casa del padre se convertía en un nido vacío, ruinoso, repleto de traiciones, egoísmos y malos recuerdos.
En Euskal Herria el sentimiento de libertad pertenece a un patrimonio cultural y humano tan antiguo como el euskara y tan fuerte como su existencia. La idea de la independencia se fundamenta en ese sentimiento y recoge el valor político de un derecho universal y democrático a ser, existir y decidir como pueblo por encima de imposiciones históricas y territoriales, de opresiones políticas, de leyes dictatoriales o constitucionales y de marcos económicos al servicio de quienes manejan el capital. La lucha por la independencia de Euskal Herria constituye una opción social legítima y llena de contenido político, cultural e incluso económico.
Sólo dispongo de mi intuición o de mi criterio periodístico, es igual como lo denomine, para afirmar que, en efecto, hemos llegado al final de un tiempo y que, por ello, estamos viviendo un momento histórico importante y decisivo. El quid de esta cuestión y de la respuesta que quizás deseaba mi amigo, es el cómo y con qué recursos vamos a afrontar el reto que nos ofrece el momento, la crisis y la deserción del PNV de cualquier opción soberanista y de libertad para Euskal Herria.
Debo reconocer que para despejar la incógnita no puedo, como hacen algunos compañeros de profesión, elevarme sobre el bien y el mal y contemporizar con la imparcialidad de no estar en ninguna parte. Ante el desafío de opinar lo único que tengo es lo que soy y lo que pienso y el bagaje que la vida ha dejado en esa locura ideológica de creer que siempre se debe perseguir la utopía para hacer posible lo imposible y cambiar el mundo. Por eso mi alternativa, mi respuesta se argumenta en la idea que asumí hace años de que la lucha nacional y social son inseparables, dos componentes complementarios de una misma realidad histórica.
Si algo tiene de bueno la situación actual es la nitidez de los posicionamientos de cada cual, la definición de proyectos y principios para acometer el futuro. Una vez más el empresariado lo único que pretende y ofrece es salir reforzado de esta crisis y reformar su sistema con medidas que socaven aún más los derechos laborales y faciliten sus prácticas neoliberales para aumentar beneficios. Y alineados con esta táctica empresarial se encuentran el PNV y el PSOE que, además, ante un marco político agotado, lo único que ofrecen como elemento de cambio es la continuidad de una reforma estatutaria que cierra las puertas a la independencia y deja sin opción el derecho a decidir de Euskal Herria.
Al otro lado de los business políticos y económicos de Lakua y la Moncloa, la defensa de los derechos de Euskal Herria y de los trabajadores marca la diferencia y abre puertas y ventanas para que en un futuro lo que hoy parece imposible mañana sea posible.
Acaso, en el fondo, la importancia y la responsabilidad histórica de la que hablaba mi amigo se reduzca al valor que implica el riesgo de elegir, de sentir la capacidad para cambiar y actuar. Esta vez no podemos pararnos en la cuneta y ver cómo pasa el cortejo de la continuidad y la desesperanza, hay que tomar la carretera, avanzar y llegar.
No sé si el ambiente demodé del café y de nuestra conversación influyó en los recuerdos. Lo cierto es que de pronto recordé la frase que Alfonso, el joven aristócrata de «El Gatopardo», pronuncia cuando se pone al frente de las tropas que iban a tomar el palacio de su tío, el príncipe de Salina. «Si queremos que todo siga como está, es preciso que cambie todo».
En ese momento lo tuve claro. No dejemos que el cinismo de los alfonsos del PNV, del PSOE, del empresariado y de su corte de servidores nos arrebaten las riendas de un cambio que pertenece ante todo a Euskal Herria y a sus trabajadores.