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Pablo Antoñana escritor

Hablas

Comienza el autor reconociendo su afición por las palabras, y se fija en la relación del lenguaje, el habla, con el momento histórico en el que se usa. Así, hay algunas palabras que toman un sentido u otro según su contexto histórico, y Antoñana pasa revista a algunas de las que él vincula con una época que le tocó vivir y que ha dejado marca indeleble en su existencia: la guerra del 36 y los duros años posteriores. Siguiendo el alfabeto, empieza con el «abuelo», que así llamaban a los aviones que surcaban el cielo «camino del Cinturón del Norte, o de la batalla de Vitoria, a donde iba a descargar su acopio de bombas». No falta en este pequeño diccionario el «Alzamiento Nacional», que «dejó sueltos los monstruos y demonios que el hombre lleva dentro».

Soy aficionado a las palabras y el curso de su vida, no las busco, no las rebusco, las encuentro y a veces me hiere su uso. Cada época tiene las suyas, que vienen sin saber cómo, y pronto agotan su vida, o persisten un tiempo negándose a morir. Hace unos pocos meses me despidieron con un «cuídate», que dí como exclusiva muestra de afecto, pero a los pocos días ya el virus gangrenoso se extendió como pandemia y en la radio, en los tertulianos, hasta en las últimas versiones dobladas del Oeste, oí él «cuídate».

Es decir, vino a suplantar al «hasta luego», al «hasta mañana si Dios quiere» (¿ya querrá?), y al también advenedizo «nos vemos». Me cuidaré, nos veremos, claro que sí. Dejo a desmano la fabla cinematográfica, «vengo en una hora», «son las diez para las tres», «no es justo», «haré que te digan», y me detengo en el habla que he conocido, se fue disipada sin dejar rastro, de uso cuando la guerra civil y lo siniestro que le siguió, la del 36 no cerrada, la de siempre, la de ahora mismo.

Y si la traigo aquí es por cómo está de moda aquel siniestro acontecimiento, ensalzado y bendecido por unos, denigrado por otros, aborrecido por todos, a los que parece empeño en enterrar en el silencio y el olvido. Seguiré el orden del alfabeto para evitar la dispersión. Advierto antes de seguir que cuanto aquí recojo proviene de uno de los campos, el vencedor, desde el cual contemplé los acontecimientos desgraciados de aquellos días. Si algo parecido tienen con lo ocurrido en el otro campo, el de los «sin-Dios», los de la «anti-España», «los masones», no me hago cargo. Sólo escribo de lo que conozco y viví.

Abuelo, él. No era un viejecito con boina colorada, que decía haberla llevado su padre cuando la segunda guerra carlista, y la lucía con el color perdido cuando aseguraba rotundo: «Esta vez sí ganaremos». Y lo decía cuando un avión de bombardeo, al que llama «el abuelo» y no supimos nunca por qué, de panza de burro, cosía despacioso los cielos, y en la carlinga el piloto era un hombre disfrazado de insecto, camino del Cinturón del Norte, o de la batalla de Vitoria, a donde iba a descargar su acopio de bombas. Pasaba a la hora del mediodía, cuando el sol estaba alto y poderoso, y tan bajo que saludábamos al piloto como si pudiese recoger nuestro saludo.

Aparato, aeroplano. De uso común cuando todavía no había nacido la palabra avión. Lo emplea también Pío Baroja en sus «Memorias de la frontera».

Avión. Tortura de uso común en los cuartelillos, y no para extraer verdades forzadas, como en los juicios del Santo Oficio, sino simplemente como castigo y venganza por haber votado al Frente Popular, en las elecciones de febrero del 36. Consistía en colgar el cuerpo, atadas las manos, de dos escarpias del techo, y mantenerlo a capricho con oscilación de péndulo, hasta casi descoyuntarlo. Dicen que esta tortura fue copiada de las que ya se utilizaban en los cuarteles de las juventudes hitlerianas.

Aceite de ricino. Se administró con generosidad a hombres y mujeres que habían votado a la Segunda República. Provocaban la pronta evacuación o alivio y «se hacían encima» antes de tomar a la fuerza la última cucharada sopera suministrada como a un niño en época de lactancia. Una risa, un oprobio, una jactancia para el pequeño tribunal constituido para el caso y con la urgencia que los días de limpieza, castigo y liquidación requerían. Corría el jocoso «le dieron aceite de ricino», y quienes lo recibieron sin receta médica no lo olvidan.

Adicto. Se suponía a cualquiera que hubiese votado a las derechas, sin determinar si lo hicieron al carlismo, a la falange o a la Ceda, durante la Segunda República, y tenían condición singular, casi de privilegio que se hacía constar con el epígrafe de «adicto al movimiento Nacional Salvador de España», en cuanto documento, papel, guía necesarios, para viajar, transporte de mercancías, ingreso en el cuerpo de serenos o de ujier de banco. De la cantera de los adictos se extraían además las «autoridades», con uniforme o sin él, que sostendrían el Nuevo Orden.

Adhesión inquebrantable. Los más adictos, como en las sectas o las religiones positivas, y el sistema lo era con el arrimo inapreciable del nacional catolicismo, juraban esa adhesión, al menos de boca y por escrito, ignorándose si obedecía a lo guardado en el santuario de la conciencia. Se sospechaba de cada adicto, pero qué mas daba.

«Agradecimiento de los servicios prestados». Con esta fórmula fría, sin flecos ni detalle, se despedía a los funcionarios, procuradores en Cortes o a cualquiera que tuviese algún cargo de respeto y significación. La baja se comunicaba por vía rápida de la mano de un motorista que atravesaba la ciudad con el secreto del cese en su carterón de cuero y que, al recibirlo bajo firma, el interesado no daba crédito y decía perplejo: «imposible, si ayer mismo estuve con el ministro y no dijo nada».

Alzamiento Nacional, Levantamiento también nacional, luego llamado Movimiento o Cruzada por los obispos que mandaron como llamamiento de guerra a todo el mundo cristiano. Suceso que ocurrió en julio de 1936, conmovió el mapa ibérico, dejó sueltos los monstruos y demonios que el hombre lleva dentro, los sacó a la luz, los glorificó, justificó, y ahora parece ser un episodio olvidado para quienes nacieron después.

El miedo cauterizó las conciencias, y a quienes ahora hacen estudios nadie les dice qué pasó, que crímenes dejaron de serlo, ni quienes los que pasaportaron a miles de gentes inocentes sin más delito que su creencia o su fe. El silencio, el olvido, y el deseo de borrar aquello que todavía estremece.

Algo habrá hecho. Se oía en voz baja acerca de las desapariciones, los cadáveres de gente muerta a tiro de fusil o pistola, encontrada en cualquier sitio desierto del campo, a la orilla de las carreteras y caminos, en solitario abandono. El caballo de los trajinantes se asombraba y se resistía a seguir camino a la vista de aquello. «Algo habrá hecho», con su compañero «si se hubiera quedado en casa», quedó fijo en el lenguaje coloquial por muchos años, paralizando conciencias, disidencias e insumisión. Tanto que se incorporó al inconsciente, lo hicimos nuestro, como argollas o grilletes que nos ponían en guardia, y como rumor sordo de tambor batiente permanece todavía.

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