Ni rastro de Gurb
Ines INTXAUSTI | Crítica de televisión
La revolución tecnológica avanza de un modo centrípeto tan involutivo que es difícil de interpretar lo que acaba de ocurrir, porque lo último es superado inmediatamente por lo siguiente. Si el cine fue concebido en sus orígenes para uso individual a cambio de la introducción de una moneda en un aparato, no tardó en convertirse en un negocio más rentable aplicando el añadido colectivo de verlo en grupo.
He dicho rentable ¿no? Pues he dicho poco. Si Estados Unidos ha dominado el mundo todos estos años gracias a su industria armamentística (confiemos en el magnánimo Obama para que permita a los pueblos con petróleo bebérselo ellos mismos), no es menos cierto que ha sido otra arma de instrucción masiva la que ha convertido a la masa norteamericana en la más rica del mundo: el cine.
Procesiones infinitas de gente han pasado por las taquillas del siglo pasado para no perderse escenas imborrables que hacían soñar a cada espectador tal y como los guionistas de Hollywood habían escrito y descrito. Y después de tantos años, sin embargo, asistimos atónitos al efecto doppler de este descubrimiento. Hoy la audiencia no es tal, y cada cual mira todo lo que hay para ver desde el ordenador de su propia casa. Volvemos pues al principio. Al origen del invento. Youtube, las descargas, los posicionamientos, las aportaciones de cada uno en la red. Todo ello ha contribuido al desarrollo avanzado de un nuevo contexto audiovisual en el que el usuario es el productor soberano.
Para paliar este efecto, por el contrario, las televisiones siguen ampliando sus nuevas redes de acceso y multiplicando sus canales, lo que más bien parece una contradicción por sí misma. No sé lo que nos queda por ver, pero muy pronto seremos autores, directores, productores y distribuidores de nuestros propios materiales sin intermediarios ni grandes majors. Todo lo que ocurría en cuatro siglos, a partir de ahora podrá suceder en una sola semana. Bienvenida sea, pues, la revolución que empieza mañana mismo.