Incomunicación, el doble fracaso estatal
Ni siquiera la reciente «recomendación» directísima del Comité de Derechos Humanos de la ONU hará que el Gobierno español reconsidere la práctica de la incomunicación. El Plan de Derechos Humanos elaborado por el Ejecutivo de Zapatero mantendrá la vigencia de este régimen señalado por todas las organizaciones e instituciones que trabajan en este ámbito como el caldo de cultivo idóneo para la aplicación de la tortura a los detenidos. Madrid lo hará, evidentemente, sin dar ninguna explicación. Pero con ello implícitamente no hace sino poner de relieve ante instancias internacionales la existencia de un conflicto político de fondo que no puede camuflar como delincuencia común.
Conviene ir a la casuística concreta para remarcar algunas obviedades. Ese régimen al que Madrid trata de otorgar una apariencia normal -el que se ha aplicado por ejemplo a todos los últimos jóvenes detenidos en Nafarroa- no tiene nada ver con el empleado por las diferentes policías en casos recientes de amplio eco en la sociedad vasca, como la muerte a puñaladas y tiros de un joven en Sopuerta o la desaparición de una vecina de Lizarra a la que sigue sin hallarse. En estos casos sí rige el procedimiento normal, y no la práctica impuesta sistemáticamente a otros muchos ciudadanos vascos «en aras al interés de la Justicia», argumento dado por Madrid al relator de la ONU. Del mismo modo que el relieve político y mediático dado a la muerte en Azpeitia del empresario Inazio Uria a manos de ETA no tiene parangón alguno con el de otras víctimas violentas producidas esta misma semana en Euskal Herria.
La insistencia del Estado español en mantener esta incomunicación selectiva, por tanto, se erige en prueba del algodón de la existencia de un problema que no es común, sino político, pero que Madrid prefiere afrontar dilapidando los derechos humanos para no encararlo políticamente. Un problema que, además, no han hecho desaparecer décadas de incomunicación, cientos de denuncias de torturas y algunas muertes en comisaría, lo que evidencia el doble fracaso del Estado.