El quiosquero del barrio ha vuelto a despedir el año como de costumbre. Con cuatro cartones, tenía el habitáculo abrigado con recortes de prensa que ofrecían trazos de los doce meses pasados y varias carátulas de películas como sugerencia.

Viendo los recortes enseguida se entiende que el año huye de la misma forma en la que comenzó. La legión de Alatriste comprobó en las afueras de Arrasate que los vascos no han evolucionado lo suficiente como para respirar bajo el agua, y que tampoco son fotogénicos bajo los flashes de los forenses en la UCI. «Espontáneamente», dicen en Madrid, se autoinculpan en los calabozos sin descanso alguno, debido al ajetreo de «invitados». La vuelta a Arrasate se cobró una vida y, después, a una alcaldesa encarcelada. Tampoco han sido los únicos.

Y la cifra aumenta sin cesar. Una lotería tan española y francesa como sus banderas impuestas, que hondean en tierras vascas sobre alfombra roja. Pronto serán ochocientos. Y ya se han encargado de que en adelante el número sólo aumente. Como vomitan desde el imperio, que cada semana cientos de vascos se la jueguen en la carretera es «cuestión de Estado». De tal envergadura, que los nobles que abandonaron a William Wallace en el campo de batalla vuelven a jugar, una y otra vez, a ser soldados adscritos a Pierre de Lancre en su caza de brujas.

La espiral vuelve a hacerse fuerte pese a que el estado de las cosas no varíe. Ayer se defendía una solución dialogada. Hoy, la manipulación, la venganza y Talión se envalentonan en defensa de su conquista al son de los «Demócratas de Toda la Vida».

«La historia se repite», dice el quiosquero. «Aunque muchos ni han mirado los recortes, otros han asumido la perspectiva que exigen estos tiempos», añade, con cara de abuelo-batallitas. ¡Ya! Lo único que le faltó exponer fue una de las palabras más denigradas del año: cambio. Eso sí, ¿en qué dirección?