El mercado laboral vasco cerró el pasado ejercicio con cifras que certifican un notable incremento de la precariedad laboral. Tan sólo uno de cada once contratos, del millón registrados, fueron indefinidos, y el 94% de los que firmaron los jóvenes tenían la precariedad entre sus principales cláusulas. Respecto a los salarios, alrededor de 400.000 trabajadores vascos cobran menos de 1.000 euros mensuales, y el 70% de los mismos no alcanza siquiera los 800. Estos datos no hacen sino aportar la dimensión exacta de lo que ya hace meses que se constata en la calle: son las clases trabajadoras, y especialmente los más jóvenes, quienes están pagando los platos rotos de la crisis económica global.

Se cumple así el principio físico según el cual, en una situación de tensión, una cadena se rompe siempre por el eslabón más débil. Y a pesar de los discursos victimistas de los empleadores, son los empleados quienes reciben los mayores envites del temporal porque sólo disponen de su propio trabajo para enfrentarse a él. La patronal, por el contrario, ni siquiera en una situación como la actual renuncia a incrementar beneficios, aunque para ello tenga que recurrir a la precarización del empleo. En la persecución de ese objetivo cuenta con el inestimable apoyo de las administraciones, que con una reforma laboral tras otra ha facilitado a los empresarios con menos escrúpulos la contratación de empleo barato para exprimir ayudas y subvenciones que cuadren sus cuentas de resultados prescindiendo de los puestos con mayor antigüedad.

Y en este desolador panorama los menores de 25 años desempeñan un lamentable papel protagónico: empleo temporal, alta rotación, sueldos indignos, calidad ínfima del trabajo y elevadas tasas de siniestralidad. Obligados a arrastrarse por el lodo de la crisis por aquellos que la han generado, se enfrentan en solitario y sin protección a un espinoso presente y a un futuro incierto. Como si todo ello fuera inherente a su condición: la de ser joven.