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Jon Odriozola Periodista

Carta desde el más acá

El cuerpo de Sara Baartman se convirtió en la encarnación de la diferencia. Sus rasgos «anómalos» constituían la prueba de su «otredad», la evidencia de su diferencia irreductiblemente natural y, por tanto, acabáramos, de su inferioridad

Estimado amigo:soy Darwin. Nací el 12 de febrero de 1809 y, parece ser, este año se celebra el segundo centenario de mi nacimiento. Es obvio que estoy hecho talco, pero vivo en la memoria. Es cosa de ustedes.

Le contaré un caso de racismo «científico» (o sea, que creían lo que decían). Se trata de Saartje (Sara) Baartman, conocida como la «Venus hotentote». Sara fue traída a Inglaterra en 1819 (yo tenía 10 años) por un granjero bóer desde África del Sur. Durante cinco años fue exhibida en una jaula (lo que oye su eminencia) en París y en Londres, moviéndose a un lado y a otro cuando se le ordenaba. Más tarde fue bautizada (no como Queen Kong), se casó (no con King Kong), tuvo dos hijos y murió de viruela. Su fama se extendió no sólo entre el gran público, sino entre médicos, antropólogos, forenses y naturalistas, profesionales de medir y certificar «diferencias». Lo que llamaba la atención a tirios y troyanos era su «esteatopigia» (el mayor volumen de la región glútea, lo que los helénicos decían «calípiga»). Los glúteos europeos son simplemente glúteos (o nalgas, si seguimos yendo de finos). Los de los sudafricanos y sudafricanas se caracterizan por su esteatopigia (palabro que suena como si fuera una enfermedad). ¿Se trata de un descubrimiento que hace el científico? En absoluto. Se trata de cómo el prejuicio etnocéntrico presupone la naturalidad de sus rasgos, que no necesitan ser explicados ni, por consiguiente, nombrados. Recuerda, amigo Jon, que lo que se denominó «el delantal hotentote» (o sea, los cafres como sinónimo de salvaje) era un alargamiento de los labios considerado atractivo por los bosquimanos. Para nosotros, claro, un horror.

El cuerpo de Sara Baartman se convirtió en la encarnación de la diferencia. Sus rasgos «anómalos» constituían la prueba de su «otredad», la evidencia de su diferencia irreductiblemente natural y, por tanto, acabáramos, de su inferioridad. La obsesión por conservar esta forma esencializada de diferencia llegó a la fragmentación de su cuerpo y a la conservación de alguna de sus partes en el Musée de l'homme.

Ya en el Beagle (donde no paré de echar las potas) se trajeron a la City indios inos que hubo que devolver a Tierra de Fuego porque se morían de nostalgia.

Hoy se habla mucho del «derecho a la diferencia» en sentido etnolingüístico (en sentido político, ustedes, los vascos, y yo, como demócrata no de pacotilla, no dudo en que son una nación que debe ser reconocida como tal por el resto de los «demócratas») y no, como entonces, antropobiológico (ciencias jóvenes como correspondía al imperialismo incipiente). Se enfatiza mucho en la diffèrence. Y no sé si saben bien de lo que hablan, y lo dice el padre de la evolución. También hay diferencias de clase, pero mi coetáneo Marx pensaba que eso no era algo «natural» y las quería abolir. El «socialdarwinismo» no es cosa mía. Como decía Gordon Childe: «no es válida ninguna analogía entre evolución de las especies y la de las sociedades». Seguiré observando, que es lo que siempre hice bien, aquí, desde el infierno, donde nunca nieva. Agur!

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