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Oihana Llorente Periodista

Seguridad por un módico precio

Cientos de ojos vigilantes espían nuestras idas y venidas. La videovigilancia se ha instalado en nuestras calles, universidades y lugares de trabajo, y las cámaras se convierten, con el paso del tiempo, en parte del atrezo. Los comportamientos y las conversaciones son controladas y grabadas, e incluso nos observan cuando nos hurgamos la nariz sintiéndonos anónimos y de incógnito.

La sociedad del Gran Hermano o, lo que es lo mismo, lo que George Orwell predecía para 1984, es ya una realidad. Un reciente estudio realizado por el colectivo Arrosa Beltza apunta que sólo en Alde Zaharra de Iruñea existen más de un centenar de cámaras de videovigilancia, y eso sin contabilizar aquellas que están situadas en entidades bancarias o comercios.

La promesa de una supuesta seguridad acarrea una continua violación de nuestra intimidad y privacidad, un derecho proclamado cínicamente en todos los tratados de carácter legal, pero vulnerado nada más pisar la vía pública. Las cámaras de seguridad han brindado más de una estampa espeluznante. Pocos podrán borrar de su retina cómo aquella indigente, que dormía en un cajero de Barcelona, luchaba por vivir envuelta en llamas o cómo nos convertimos en testigos directos de aquella agresión racista a una niña ecuatoriana en el metro barcelonés.

La pasada semana un caso parecido afloró en nuestro país cuando un violador fue apresado en Donostia «gracias a las imágenes captadas». Pero, ¿de qué sirvieron las cámaras entonces? Es verdad que se pudo detener a los autores, pero nada se pudo hacer por la vida de aquella indigente, ni por que la agresión racista no tuviera lugar. Y ¿de qué le sirvieron a la joven donostiarra las cámaras cuando fue objeto de una paliza y posterior violación?

La supuesta seguridad es canjeada por el derecho a la intimidad. Y así, sin que nadie se enoje, somos espiados por cientos de ojos vigilantes desde donde operan los guardianes del sistema.

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