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CRÓNICA Matanza del cerdo

«¡Éste ya no se escapa!», le grita el matarife al animal

a matanza del cerdo es un ritual con arraigo en la Euskal Herria rural. Ayer, nos acercamos a uno de esos sacrificios, en el valle alavés de Aiara, para seguir de cerca este retrato costumbrista que perdura en muchos caseríos. Quizá las formas han cambiado algo, pero, en el fondo, pervive el gusto por el buen comer. Que, en el fondo, de eso se trata. L

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Joseba VIVANCO

«¡La madre que la parió! Está muy alegre, ¿eh?», grita José Luis al poco de que el joven Aritz haya abierto la puerta de la pocilga para que como un «ferrari» salga de ella un ejemplar pinto, de apenas nueve meses y unos 180 kilos de peso. No es ninguna vaquilla lista para la sokamuturra. Es el segundo txerri que sacrifican este invierno en el caserío Durana, del barrio de Zuatza, en el valle de Aiara.

Fuera, con los prados blanqueados por la nieve y algunas vacas encharcadas en barro, el tiempo ha dado una tregua. El sol se abre paso entre las nubes, mientras dentro del cobertizo José Luis, Aritz y su tío Juan Ángel atrapan a la cerda. Mientras unos la sujetan de las patas, otro le clava un gancho bajo el cuello para arrastrarla. A duras penas consiguen atar uno de sus cuartos traseros a una cadena. El animal grita desesperado, como si en sus genes llevara el manual de instrucciones que le avisa de que su hora ha llegado.

Entre tres se hace difícil sujetar al animal sobre una mesa para sangrarlo, así que utilizan la pala de un tractor. A ella sujetan un extremo de la cadena; el otro, en la pata del sentenciado animal. Cuando la pala comienza a elevarse y con ella esos 180 kilos, la atemorizada cerda redobla su desgarrador chillido, el mismo que la Ley vasca de Protección Animal impide que se escuche en público. A los pocos segundos, al tiempo que se tambalea en el aire sin rumbo fijo, parece resignada a su suerte.

Mientras le sujetan sus dos patas delanteras, José Luis introduce el afilado cuchillo hasta «cortarle la vena que va al corazón». El animal, inmovilizado, lanza sus últimos suspiros. «Mírala, está cagando», avisa uno de ellos, mientras Loli, la mujer del hoy matarife, aprovecha para recoger en un barreño la sangre que, a borbotones, extingue por momentos la vida del animal.

Para que la sangre con la que luego se prepararán las morcillas no se cuaje, José Luis no deja de revolverla con sus manos. La sangre no huele, pero su impactante color inunda la escena. En menos de un minuto, la cerda lanza sus últimas patadas. Unos metros más allá, un ternero se amamanta ajeno al ritual. Vida y muerte. «¡Éste ya no se escapa!», sentencia José Luis, mientras limpia el cuchillo. «El que matamos en diciembre se movió mucho más», añade Aritz.

Tras retirar las «venas» que se forman en la sangre recogida, ésta se vierte en un cubo. El animal, entre tanto, es trasladado a un remolque para llevarlo a quemar y abrir. Al depositarlo, se produce un reflejo postmortem: el animal comienza a orinar. Recuerda la historia de la gallina a la que tras cortarle la cabeza, escapó corriendo varios cientos de metros. Quizá de ahí provenga lo de correr como pollo sin cabeza.

Quemado y raspado

Del remolque a la «mesa de disección». Tiran con fuerza de ella hasta colocarla sobre la madera. «¡Morrona de la ostia!», la recrimina, incluso muerta, José Luis, mientras Roberto, el aita de Aritz, se suma a la «autopsia». «¿Tiene buen pelo, eh?», comenta al llegar.

Un vello que la tradición dicta se queme con fuego prendido a base de helechos. Pero el húmedo invierno que llevamos les ha impedido recoger nada seco. Así que manos al soplete. «¿Cómo te vengas ahora, Aritz?», bromea José Luis. «Antes, en el cortijo, no te acercabas tanto...».

El quemado y raspado del animal se prolonga durante un buen rato. Hay que acabar con todos los pelos y quitar toda la parte chamuscada. Vuelta y vuelta. «Se raspa lo de arriba, lo `churruscao'. La piel que queda es lo que lleva luego el tocino», comenta Roberto. Soplete aquí, soplete allá, es una tarea lenta y pesada. Lo siguiente es arrancarle las pezuñas. Antaño, se contaba, en algunas zonas, al sacarles las tripas era muy corriente tomar galletas con anís, y al quitarle las pezuñas al cerdo, se acostumbraba a beber aguardiente en ellas.

Aún humeante, un buen chorro de agua a presión termina por limpiar la parte exterior del animal. «Esto lo deja blanco», dice José Luis. «¿Ya le has lavado bien el culo?», pregunta bromista Juan Angel mientras Aritz sigue con la manguera. Es la hora de abrir en canal al «bicho». «¡Venga, para arriba!».

El «vaciado» del animal

De nuevo, cuchillo afilado en mano, José Luis clava por la parte trasera del animal y comienza a rasgar de atrás a adelante con precisión quirúrgica. «¡Si te pilla el ombligo...!», sigue bromeando. «No va a tener mucha grasa para las botas, ¿eh?», prosigue, mientras comienzan a brotar como si de un «alien» se tratara, las tripas del animal. «El mondongo», apuntillan. Lo siguiente, «rompemos el hueso del culo... para que se despatarre», es decir, se abra en canal.

El siguiente hueso en partir con hacha y martillo en mano es el del «alma». Se refiere al situado en la parte del pecho. «Lo llaman así, pero no sé por qué», prosigue José Luis con su lección de anatomía porcina. «Todo esto lo aprendí hace años, un poco con tu padre José Mari -le dice a Roberto- y otro poco con Ernesto, el de Mendieta».

Ahora toca seccionar la parte de la lengua, que junto con los pulmones y el corazón, saldrá todo en una pieza. Pero antes, «sacamos la mantilla, que se puede usar para las morcillas. Si la cuelgas de un palo a secar se queda como manteca». Pero eso requiere paciencia.

Después, la hiel, ahora el higadillo, hasta que llega extraer todas las tripas, la parte más complicada. «¡Coge el cuajo, Aritz!», le ordena. Pero mientras extrae todo el «mondongo», la tripa se rasga y se sale la comida que aún tenía el animal; es decir, los excrementos. Y huele, vaya si huele. «¡Rediós!», se lamenta José Luis. «Esto te lo mancha todo». Pero, al final, no ha sido mucho el percance.

Todas esas tripas irán a la basura. «Antes, se usaban para chorizos o morcillas, pero ya no se suele hacer». La lengua, los pulmones y el corazón, a una bandeja. Ésos sí que son aprovechables. También el hígado y la mantilla. «El cuajo se puede utilizar para hacer callos, limpiándolo. Suele estar bueno, pero cuesta trabajo», explica José Luis. Y es que, ya se sabe, se dice que del cerdo se aprovecha hasta el rabo, pero seguramente eso era antes.

Hoy, las morcillas

En el interior ya sólo queda un poso de sangre líquida. Otro manguerazo, un trapo para dejar bien limpia la «intimidad» del animal y todo listo para el encargado de trocearlo. Pero eso no será hasta este lunes. Antes, cortan un pedazo de lengua y un trozo de carne para enviar al veterinario y que haga la prueba de la triquinosis.

Este domingo, en el caserío Durana, en Zuatza, prepararán las sabrosas morcillas. La octogenaria Mari dejará esta vez que sean Izaskun, su hija, y María, su nieta, quienes se encarguen de elaborarlas. A ella ya le ha tocado muchas veces. La ritual matanza del cerdo se habrá consumado una vez más. Un invierno más. Una txarriboda más.

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