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Mertxe AIZPURUA | Periodista

Si Darwin viviera

No es tan descabellado. Bastaría con un pequeño salto en el tiempo –doscientos años no es nada–, una variación de grados –isla de Izaro en vez de las Galápagos–  y la gran nariz del naturalista de Shresbury bien podría pegarse a una lapa de Bermeo, con lo que su teoría de la selección natural se tambalearía en menos tiempo de lo que emplea el chipirón en descargar la tinta. Habría bastado eso y un entorno físico de campaña electoral. Si Darwin viviera, encontraría aquí un marco incomparable con dudosos y dramáticos récords y quizá, entre ellos, el de ser el país europeo con más presos políticos y torturados en proporción a su población. Disfrutaría, además, de un terreno privilegiado para el estudio de la evolución y la adaptación de la especie al entorno político. Especies las hay de todo tipo: las que evolucionan, las que transmutan y las que giran sobre sí mismas, y todo ello no por obra y gracia  de la ley de selección natural, sino por obra y auto de la ley de selección legal. El axioma darwiniano se ha pervertido tanto en este entorno que las lapas –ésas que se aferran a la roca porque no se resignan a bailar al ritmo que marca un oleaje– sólo tienen derecho a existir si mutan a géneros más sostenibles como, por ejemplo, la de un elemento transformado que acabo de escuchar por la radio. La transmutación es lo que tiene. Pasas de lapa a cangrejo, y como ya no sabes si vas hacia adelante o hacia atrás, te trastornas y terminas diciendo que si no arrancan  votos de las lapas es porque a éstas les ayudan el mismo Estado, la misma Policía y el mismo juez que se empeñan en su exterminio.
No sé de qué me extraño. Hace 150 años Darwin ya nos demostró que somos parientes de los simios, no de los ángeles. Me voy a observar a las lapas.

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