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Antonio Álvarez-Solís periodista

Elecciones de partido único

El autor constata que la apelación al denominado «terrorismo» es el instrumento que dota de argamasa a la consolidación del «partido único» que defiende los intereses de las clases reaccionarias y que controla los ámbitos económico, político y social en el Estado español. Un partido único represor que se emplea a fondo en Euskal Herria.

Es cierto que las capas tectónicas del sistema capitalista crepitan ya audiblemente. De ahí la urgencia de los intereses dominantes por imponer un nombre a estas agitaciones que delatan el cuarteamiento de la estructura del modelo. Un nombre que a la vez que identifica global y, por tanto, inaceptablemente tales movimientos -es preciso identificar ladinamente para acusar de un modo tortuoso- los invalida en la reflexión de una buena parte de la ciudadanía jibarizada por un largo sometimiento intelectual. Así nace y es expandido como autovacuna el concepto de terrorismo.

La apelación de terrorismo, esgrimido como denominación única de todas esas manifestaciones, facilita la creación del enemigo único que precisa para su sostén dialéctico el partido único. Esta es la cuestión sobre la que debe hacer una profunda reflexión la sociedad si quiere que su liberación no se disuelva en un medio letal: el partido único. Es preciso reconocer al gran enemigo socialista, unido a la más reaccionaria derecha, en ese gran partido de hecho del que Antonio Gramsci hace la siguiente descripción: «La verdad teórica de que toda clase tiene un solo partido se demuestra, en los momentos decisivos, por el hecho de que diversos agrupamientos, cada uno de los cuales se presentaba como un partido `independiente', se reúnen y forman un bloque único. La multiplicidad existente con anterioridad era sólo de carácter `reformista', es decir, se refería a cuestiones parciales; en cierto sentido era una división del trabajo político (útil, dentro de sus límites), pero cada parte presuponía las demás, hasta el punto de que en los momentos decisivos, esto es, cuando se han puesto en juego cuestiones principales, la unidad se ha formado y se ha verificado el bloque».

A caso no es perceptible la situación actual en esta luminosa descripción gramsciana de lo que viene a constituir esencialmente y en una buena extensión de la práctica el partido único en este tramo histórico? La evidencia, según los hechos, no es posible negarla sin caer en una falsa dialéctica o en una hipocresía clamorosa. Vivimos gobernados por un partido único que actúa en lo económico -solamente con diferencias adjetivas en su interior-; en lo social -la consideración de lo social se hace desde la tronera de los grandes poderes capitalistas-; en lo intelectual -la acción filosófica de los nouveau philosophes enmarca la principal expresión del pensamiento y la comunicación-; en lo jurídico -el Derecho ya no constituye la entraña moral de las leyes-; en lo religioso -se apagan con violencia las velas del II Concilio Vaticano-; en lo científico -los trabajos esenciales son dominados de consuno por la Bolsa y las demandas militares- y en tantos otros aspectos o dominios de la inteligencia.

El partido único actúa también con violencia y exigencia de control en los ámbitos donde afloran las aspiraciones soberanistas de una serie de pueblos violentados por unos estados que hacen funcionar sus instituciones con una extraordinaria crueldad represiva. No se puede negar que de cara a la opinión pública, crecientemente suspicaz, no se procede aún contra algunas formaciones políticas o religiosas -desde las que postulan el comunismo real a las iglesias de la liberación- que, en número decreciente, luchan también contra el sistema, pero que por una serie de razones históricas no viven un momento de acción numéricamente eficaz y además son carcomidas desde su interior. Son esos partidos y grupos ciudadanos que, desasistidos de eficacia real en una calle esterilizada ideológicamente, aprovecha con habilidad potemkiniana el sistema para presentar como viva la estampa de una democracia que está realmente exangüe.

Todo régimen político autocrático procura respectar activos ciertos suburbios ideológicos que le rodean para justificar públicamente la destrucción de los agentes que representan un auténtico riesgo para su existencia. Sirvan de ejemplo de este comportamiento del gran poder algunas universidades norteamericanas, con un izquierdismo recluso, o algunos nacionalismos europeos que usan guantes para no contagiarse de revolución. A este respecto me pregunto muchas veces por qué no surge en el Estado español un gran partido republicano que encarne una oposición no sólo de programa administrativo sino fundamentalmente de grandes y movilizadores principios.

Los atrincherados en lo que hay hablan, cuando se enfrentan a esta interrogación, de la preferencia por parte de las masas por una política de cosas, entendiendo por cosas los placebos del consumismo. Si se analiza esta parte de la cuestión parece que la dificultad de un gran partido republicano se deriva de una política que fomenta la ignorancia histórica de la ciudadanía y que absorbe a los llamados líderes sociales en una evidente existencia de comodidades materiales y de poder tan convenido como protegido.

La teoría de la muerte de las ideologías y del final de la evolución política -teorizada por personajes como el nipoamericano Francis Fukuyama- es alzada como bandera frente a la presunta locura de las posturas alternativas. Obviamente esa teoría, que oculta en la destrucción de las ideologías la sublimación de la propia, tiene como objetivo esencial la destrucción de las posibles vanguardias. El procedimiento de dormición ha tenido una particular fortuna en el mundo sindical, hoy transformado en una verdadera quinta columna del poder instituido.

Tangiblemente el mundo vive hoy en régimen de partido único, alimentado por las doctrinas de las clases reaccionarias. Un partido, además, que funciona con evidente crueldad en su espíritu represor. El ejemplo más inmediato lo tenemos en Euskadi. La conjunción formada entre un parlamento sin lugar para las minorías nacionales o ideológicas y un gobierno policializado, sea quien sea su conductor, pesa como una losa sobre la libertad y la democracia. En tal situación las elecciones enfrentan a quienes tienen el control de las urnas y quienes alientan en la calle, expuestos a todos los vientos helados, convertidos ahora en un huracán que se lleva por delante cualquier consideración moral o mínimamente coherente con la verdadera libertad y la verdadera democracia. El ciudadano honrado se ve así en el dilema de votar a quienes, de un modo más próximo a su sentimiento profundo, pueden impedir la total ocupación de las instituciones por las fuerzas reaccionarias -con el peligro de la prolongación del acoso hasta límites impredecibles- o proceder decididamente a construir una expresión espontánea para enfrentar el creciente fascismo.

De cualquier forma que se resuelva el dilema parece inexcusable la creación de órganos de expresión nutridos de ciudadanía que entren en liza con unas recrecidas posibilidades. Entre esos órganos, aparte de habilitar o sostener medios de comunicación que conecten con la población oprimida -y ahí hay un compromiso de colaboración vital por parte de quienes claman ante la represión-, figura muy en primer término la creación de un poderoso partido republicano que se encargue de promover los dos principios que son vitales para que una nación pueda tenerse por tal: el principio de la autodeterminación, sin el que la democracia es imposible, y la lanzadera de la acción directa, entendiendo por acción directa la consideración de los problemas en el mismo lugar y tiempo en que se produzcan y con arreglo a las propias fuerzas de que se dispongan. Se trata, por tanto, de que la ciudadanía se haga críticamente cargo de si misma en una combinación de formación ideológica y de la praxis necesaria.

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