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Eneko Herrán Lekunberri Licenciado en Sociología

El lehendakari de la ignominia (o el tótem desnudo)

Acabamos de vivir un episodio más de la progresiva descontextualización de la democracia en el tránsito hacia su divinización Dos vencedores (¿dos impostores?), ambos pugnando por convertirse en lehendakari de la Ignominia en un Parlamento que ya no responde ni cualitativa ni cuantitativamente a lo más básico de una democracia

Se consumó el enésimo fraude. El pasado 1 de marzo los ciudadanos de la CAV acudimos (o no) a nuestra cita con la ceremonia de las urnas, ese gran rito litúrgico que, por sí solo, legitima a un sistema político como democrático. Lo hace, al menos, cuando el gran dador de labels occidental así lo dispone, que el rito y la liturgia sólo son válidos cuando tienen la aprobación del gran prelado (tanto en materia religiosa como política), pudiendo ser, de lo contrario, blasfemia o herejía.

Lo cierto es que, tal y como una vez más ha quedado en evidencia, al igual que el católico (o el protestante, musulmán...) puede considerarse como tal nada más que por seguir puntualmente la liturgia y mantener la fe, y ello independientemente del seguimiento que haga de los preceptos y fundamentos más básicos de la religión que dice profesar, al demócrata también le vale con acudir puntualmente al rito y mantener la fe en la democracia aunque no se respete ni el pilar fundamental de la misma (sufragio universal y representatividad proporcional) en su versión más light o democracia representativa.

Acabamos de vivir un episodio más de la progresiva descontextualización de la democracia en el tránsito hacia su divinización, y cada vez resulta más perceptible, al menos si se mira desde un punto de vista un tanto desapasionado y no partidista, su consolidación como un tótem incuestionable para cuya perdurabili- dad la fe (ciega, ¿o qué otra cosa es la fe?) se revela como instrumento imprescindible.

«La fe mueve montañas». Una frase preciosa, pero que lo sería aún más si la desnudásemos y nos atreviésemos a encararla en su verdadero significado. La fe nos hace creer que lo imposible puede ser posible, y esto a veces nos parece positivo e incluso necesario. Pero ello, de ser así, lo será en la medida en que lo que percibimos como imposible no lo sea realmente (aunque por su dificultad así tendamos a verlo). Creer en la posibilidad incluso de lo más difícil puede ser una virtud, pero hacerlo en la posibilidad de lo imposible es un delirio. Y eso es la fe, al menos como se entiende religiosamente y, cada vez más, políticamente.

Pero la fe, cuando se convierte en delirio permanente, va aún más lejos. La fe nos hace ver lo irreal y entremezclarlo y confundirlo con la realidad. Así, puedo ver la montaña moverse aunque esté quieta. Así, puedo ver la representatividad social consolidada incluso cuando la estoy cercenando e impidiendo directa- mente. Es sólo cuestión de fe. Es sólo cuestión de delirio.

Por otra parte, en toda religión, la instauración del tótem o divinidad no es suficiente, y se necesita de sus promulgadores y representantes para encauzar el camino a seguir por los fieles y evitar la dispersión interpretativa, aceptada sólo dentro de unos cauces determinados que permitan la instauración de diferentes familias o facciones que pugnen en las luchas de poder interno, siempre sin cuestionar el funcionamiento de conjunto.

Ello viene muy bien para dar una imagen de cierta porosidad y romper con el mito de universo compacto e inamovible que toda fe bien estructurada encierra en sí misma. Pero, claro está, siempre dentro de unos límites. Y cuando alguien sobrepasa esos límites se le separa de la congregación, expulsándolo del solar de los justos y privándole del derecho de acceder al paraíso prometido. Ese es, por ejemplo, el papel jugado por las Cortes Generales en la política hispana mediante la Ley de Partidos (nuevo precepto de sus Sagradas Escrituras Constitucionalistas) para anatemizar y expulsar del Reino de los Demócratas a quien considere oportuno. La política, una vez más, copiando el guión histórico de las religiones.

En este caso, todos los sacerdotes de las diferentes facciones han consentido la expulsión propuesta, algunos con algarabía indisimulada y otros como a regañadientes, pero todos dispuestos a seguir jugando con las nuevas reglas para no poner en cuestión la creencia suprema en el tótem y preservar el buen nombre de la Religión Demócrata. Y es que el proceso en lo religioso, y se ve que también en lo político, siempre sigue unas determinadas pautas: La creencia en el tótem unifica y fortalece al grupo, éste crece y se estructura hasta que una élite lo acaba por dirigir y, a la postre, adquiere el poder necesario para vestir y desvestir el tótem a su antojo y mostrarlo según propia conveniencia (yo soy el demócrata y mis actos son la democracia, amén).

Algunos se rasgan ahora las vestiduras tras contemplar que no han salido bien parados a la hora de negociar la nueva estructura de poder a generar entre las jerarquías y dicen, aunque todavía con la boca pequeña, que este juego no es del todo limpio y «democrático». Y lo dicen tras jactarse de normalidad durante toda la ceremonia. Cosas únicamente achacables al mal perder o a la desazón propia de no ver cumplidas sus expectativas. A buen seguro, algo pasajero.

Queda por saber quién será el nuevo prelado en esta diócesis, si quien ya siéndolo convocó a la ciudadanía al rito aun a sabiendas de que éste se celebraba con un guión que, de cuando en cuando, él mismo tilda de amañado, o bien quien se jacta de que la nueva regla o artimaña fortalece la democracia y abunda en sus virtudes. Dos vencedores (¿dos impostores?), ambos pugnando por convertirse en lehendakari de la Ignominia en un Parlamento que ya no responde ni cualitativa ni cuantitativamente a lo más básico de una democracia, ni tan siquiera formal o meramente representativa. ¿O tal vez sí? Cuestión de fe.

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