Análisis | Crisis política en Sudán
Muchos frentes abiertos
La decisión de la Corte Penal Internacional de pedir el arresto de Al-Bachir vuelve a situar a Sudán en una difícil situación. Se trata de un acontecimiento «histórico», pues es la primera vez que se cursa una orden similar contra un mandatario en el poder, pero también muestra el indisimulado doble rasero de la comunidad internacional
Txente REKONDO Gabinete vasco de Análisis Internacional (GAIN)
El autor advierte del error que supone esconder la situación política que vive Sudán, en la que el conflicto de Darfur es clave, bajo el manto de la denuncia de las atrocidades cometidas y reducirla a un mero problema humanitario, y alerta sobre los intereses de los diferentes actores.
Si en el pasado la Corte Penal Internacional (CPI) ya persiguió a Slobodan Milosevic (Serbia) o Charles Taylor (Liberia), y ahora parece que le toca el turno al presidente sudanés, Omar al-Bachir, muchos se preguntan por qué no ocurre lo mismo con los responsables de la última masacre israelí contra el pueblo palestino, e incluso señalan qué medidas habría que adoptar contra el anterior presidente de EEUU, máximo artífice de los ataques y las ocupaciones de Afganistán e Iraq y que hasta la fecha ha costado la vida a miles de personas en esos países.
Es evidente que es necesario juzgar e impartir justicia ante las atrocidades que se repiten en diferentes partes del mundo, pero la mayoría de actores occidentales están poco legitimados para dar lecciones de moral o ética sobre el tema, sobre todo si repasamos su impune pasado no tan lejano.
La centralidad de Darfur en esos acontecimientos es una de las claves. Sin embargo, conviene mirar con lupa lo que acontece en esa región y, sobre todo, la perspectiva que ha ido adquiriendo en algunos lugares.
Lejos de encontrarnos ante un enfrentamiento entre «árabes y africanos», la crisis de Darfur obedece a la conjunción de varios factores. A los históricos enfrentamientos entre las diferentes tribus autóctonas habría que añadir las diferencias entre agricultores y pastores nómadas. Si en el pasado las disputas se solucionaban según métodos locales e incluso se podía llegar a una aceptable convivencia, la reciente crisis ecológica que en los últimos años ha provocado una gran desertización de zonas que antes eran utilizables para la agricultura y para los pastos, provocando una expansión de los primeros y rompiendo la cooperación y el equilibrio que perduraba en el pasado.
Las guerras en Chad o Somalia han contribuido, además, a que el tráfico de armas mucho más mortíferas se extienda en la zona, provocando la degradación del conflicto. También el Gobierno central, aplicando la máxima colonial de «divide y gobierna» ha buscado aprovechar- se de la situación, en beneficio propio, y tampoco ha dudado en marginar de los centros de poder a representantes de los grupos y pueblos de la región.
Pero Sudán debe afrontar muchos retos más. La complejidad del país ha sido el escenario de numerosos enfrentamientos entre el Gobierno central y algunos pueblos excluídos del poder y de los beneficios de los importantes recursos naturales existentes. La represión contra los dubai, la situación en la región del Nilo Azul o en las montañas Nuba son situaciones que van a requerir atención en los próximos meses.
Algo similar ocurrirá con el proceso de paz firmado entre Jartum y el sur del país, que puso fin a una larga y cruenta guerra civil. Hasta ahora, Al-Bashir parece contar con el apoyo del Ejército y de su propio partido, el Partido del Congreso Nacional (NCP), pero esos poderosos grupos que se han venido beneficiando de la situación pueden cambiar sus apoyos para seguir manteniendo sus privilegios.
En los próximos meses Sudán tiene varias citas importantes, las elecciones que en teoría se deben celebrar este año y el referéndum del sur, que definirá el futuro de la región y del propio país. La evolución de la situación condicionará sin duda alguna ambos acontecimientos y tendrá sus consecuencias en el futuro de Sudán.
La pasividad de la comunidad internacional, muy acostumbrada a mirar hacia otro lado, parece haber variado en los últimos meses, sobre todo a raíz del conflicto de Darfur. En este complicado tablero, la mayoría de los actores mueven sus fichas en defensa de sus propios intereses. China necesita estabilidad para poder profundizando en sus negocios en torno al petróleo; el vecino Egipto necesita que la región o el Gobierno sudanés controle la situación, de forma que le permita seguir accediendo a las aguas del Nilo; los estados del Golfo quieren que sus inversiones económicas no se vean deterioradas por una nueva crisis, y EEUU, que tiene desde hace tiempo a Sudán en su punto de mira, y está deseoso de provocar un cambio de régimen para convertirse en un actor central en el país.
En ese contexto se sitúan las compañías internacionales que no han dudado de apoyarse en sus propios gobiernos o en Jartum para explotar y beneficiarse de los recursos naturales locales (agua y petróleo), aunque ello haya supuesto la destrucción de zonas tradicionales o el desplazamiento de poblaciones enteras, como el que sufrieron los dubai con la construcción de la presa eléctrica de Aswan.
También algunos medios occidentales han aprovechado la tragedia humana para generar un sensacionalismo informativo, provocando una situación en la que prima el espectáculo mediático. La cobertura superficial, llena de falsos estereotipos, presentan sólo una parte de la fotografía. Olvidando en todo momento explicar la percepción de la población sudanesa o de Darfur sobre las causas de las diferentes crisis y conflictos.
Al hilo de todo lo anterior se abre todo un abanico de posibilidades en Sudán. Algunas ya se han producido y otras pueden materializarse a medio plazo. Desde la ruptura de Sudán, pasando por el fin de los acuerdos de paz, un aumento de la violencia en Darfur, golpes «palaciegos» y la expulsión de las ONG extranjeras, son acontecimientos que o se han producido o se pueden dar.
En Sudán hay importantes poderes que desean que las cosas no cambien, y las élites políticas pueden aprovechar esta coyuntura para reforzar su poder, sin olvidar que el Estado sudanés se ha ido forjando como monopolio de unos pocos que se han enriquecido a costa de la mayoría. Una crisis en el NCP podría acabar con el actual presidente, que o bien sería puesto en manos de la CPI o se le brindaría un exilio dorado en algún país del Golfo Pérsico. No obstante, esa misma crisis podría poner fin al acuerdo de paz con el sur, al que se opusieron algunos de sus líderes en el momento de la firma, ya que veían que se abría la puerta a un proceso de autodeterminación, y ello podría hacerles perder el control sobre las reservas de petróleo del sur.
Tampoco hay que perder de vista el auge del llamado jihadismo transnacional en regiones vecinas como el Magreb o el Sahel, y que no dudaría en aprovechar el caos, como lo está haciendo en Somalia.
Es necesario abordar la situación partiendo de una premisa clave, nos encontramos ante un problema político que demanda soluciones políticas. Es un error intentar esconder esa realidad bajo el manto de la denuncia de las atrocidades cometidas y reducir la situación a un mero problema humanitario.
La estabilidad, si no va acompañada de justicia social o política, puede proporcionar una imagen distorsionada de la realidad y acabar saltando por los aires cuando la situación se haga insostenible para quienes demandan una solución a las raíces del conflicto.