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Antonio ALVAREZ-SOLIS Periodista

Un deseo candoroso

«El dinero sólo sirve ya para adquirir poder y el poder se maneja, con inmoralidad creciente, para conseguir dinero. El círculo se ha cerrado mortalmente sobre sí mismo». Álvarez-Solís atrapa en estas dos frases el alma de la crisis económica, ante la que el sistema ha puesto en marcha propuestas que el periodista no duda en calificar de «acciones criminales» por el demoledor efecto que causan en la población mundial. Y su reflexión le lleva a encarar la «necesidad revolucionaria», porque «el mundo no ha supervivido por la sola fuerza de la palabra».

En la primavera del año 1916 Lenin escribe de un tirón en Zurich su magnífica obra «El imperialismo, fase superior del capitalismo». Hay que releer estas páginas que configuran una perfecta previsión de la situación actual. En unos párrafos inolvidables Lenin se refiere al intento del capitalismo por remontar sus mortales crisis mediante el ensayo de reformas carentes de toda seriedad, tales como el control de los bancos y de los trusts. Y añade que tales iniciativas no son más que un engaño, subrayando irónicamente que se trata en el mejor de los casos de «un deseo candoroso». De lo escrito por Lenin hará pronto un siglo. Y ahí está lo cierto: la estructura financiera del neoliberalismo hará siempre lo que le exige su propia naturaleza.

Resulta ya una certeza que la crisis presente, que se debate entre un temor inflacionista y una tragedia deflacionista, no es una crisis de exclusiva sustancia económica sino que es una crisis radicalmente política y moral, esto es, de modelo de sociedad. Los intentos reformistas del modelo fracasan por la terca vocación financiera neoliberal que parasita todos los movimientos de la estructura social. Estamos, por tanto, ante el tipo de movimientos del que ha caído por fin en la ciénaga: cada esfuerzo por liberarse del accidente adelanta su sumergimiento final. Este fatal destino, que en la época actual avisó de su presencia en los años 1981, 1982 y 1983 -los años del gran endeudamiento global y de los déficits presupuestarios-, no ha podido evitarse ni con la desleal y nebulosa maniobra procapitalista de los socialdemócratas, que han recubierto con el estuco de una ideología violada las brutales grietas que van quebrando el mundo que surgió triunfalmente hará unos trescientos años. El mundo liberal-burgués, que en principio se alimentó de una economía de cosas, ha ido reduciendo dramáticamente el vértice de su pirámide hasta dar fin, mediante el monopolismo, a la sociedad que le sustentaba. El dinero, como instrumento intermediario en el movimiento de mercancías, se ha convertido en la mercancía única para los poderosos que han desenganchado su locomotora de los vagones en que viajaban las masas. El dinero sólo sirve ya para adquirir poder y el poder se maneja, con inmoralidad creciente, para conseguir dinero. El círculo se ha cerrado mortalmente sobre sí mismo. Incluso el dinero se ha disuelto en una contabilidad conceptual, que trata con cifras tan sólo imaginadas si es que decidimos hablar en términos de realidad vital.

La producción de mercancías -salvo un puñado de sustancias estratégicas- ya no interesa a la banca, ni siquiera a la política. El dinero de los bancos se emplea para comprar bancos o para funcionar en una Bolsa que se nutre de la especulación con futuros y otros activos tóxicos, como dicen aquellos mismos que han envenenado la banca y la Bolsa. El banquero ya no es un intermediario en la sociedad real de productores y consumidores sino que ha quedado aislado en una reducida célula monetaria. Con ello se obturan los canales que conducen la sangre del crédito a la producción y el consumo y acaban con ellos como dinámica social de la producción de mercancías. Ciertamente esta reducción del campo económico supone el envilecimiento del empleo, mientras el paro resuena como un sunami. Millones de empresas desaparecen o son canibalizadas por grandes corporaciones que a su vez no pueden sostener su propio peso y han de recurrir a la dispersión inorgánica de su actividad para buscar el diferencial en el simple pero trágico recorte de salarios. Es decir, se trata de crear un empresario que opere desde Suecia, que tenga sus trabajadores en la India y sus consumidores en España. Con ello los consumidores que viven en lugares o países con un cierto y temporal nivel de compra -nivel en acabamiento- dejan de ser trabajadores, los trabajadores tercermundistas carecen de nivel de compra y todo finaliza en una contradicción inasumible que se resuelve en retóricas de esperanza sin sentido o en esas reformas que según la frase de Lenin sólo valen como «un deseo candoroso». Son parches de sor Virginia que potencian la respiración de quienes han producido la enfermedad, pero no resuelven la asfixia de los verdaderos enfermos.

El diagnóstico que cabe hacer ante esta deteriorada situación no encierra dificultad alguna. La dificultad se plantea cuando hay que abordar los pretendidos remedios sin moverse del marco conocido. Ahí es donde se revela que la solución no es de carácter técnicamente económico sino de contenido conceptual y de modelo de sociedad. Todo lo que se haga para saltar sobre el precipicio sin eliminarlo radicalmente es tarea vana y, ante todo, engañosa. Es más, dados los resultados de los movimientos intentados hasta ahora las propuestas sugeridas desde el Sistema cabe calificarlas, por su sangría humana, como acciones criminales a gran escala, es decir, como genocidio. Si ese concepto nos asusta y rehuímos aceptarlo nos haremos conniventes con la acción genocida que está causando millones de muertos y supone una ampliación de los dolores humanos. Pero el terrorismo verdadero, por ser el incitador de todas las acciones violentas de respuesta, se hurta a su responsabilidad y suele tener maquilladores morales con un alto apoyo institucional.

Y qué cabe hacer, por tanto, para reordenar la existencia de los pueblos y de los individuos? Creer que basta con una vigilancia más depurada del mecanismo financiero es confiar en un mecanismo de carácter bautismal o en una transformación milagrosa. El mecanismo financiero actual lleva en si su propia degeneración. En primer término porque dogmatiza la creencia de que el dinero no es un producto social sino que lo genera la élite que se lo apropia. Pero el dinero lo fabrican las masas con su trabajo, su iniciativa y su sufrimiento. Por lo tanto es necesario ante todo que ese dinero sea inyectado en la economía real de cosas desde unas instituciones públicas sobre las que actúe un verdadero poder popular. El crédito ha de ser un servicio social y no una explotación privada. El crédito no sólo ha de servir a las empresas bien relacionadas con el poder sino que ha de dinamizar iniciativas que surjan de la base social. El crédito debe ser considerado y vigilado como un servicio público. Mientras el dinero siga siendo transferido a la élite no habrá ni libertad real para la iniciativa ciudadana ni seguridad para los trabajadores. El socialismo real siempre tuvo in mente que la propiedad sana había de partir del uso colectivo del bien social que es el dinero. Como la salud, la enseñanza, la tierra, la vivienda o las comunicaciones se corrompen al ser encerradas como bien excluyente y propio en el corralito de la propiedad privada, el dinero degenera en instrumento de opresión cuando se le considera propiedad de los poderosos, que aparecen como creadores del bien, de la virtud, de la sensatez y del orden.

Quizá esta reflexión nos lleve a encarar la necesidad revolucionaria, ya que el mundo no ha supervivido por la sola fuerza de la palabra. Rougemont escribe en «La parte del Diablo» y acerca de los perfectos: «Creen haber encontrado el sistema. Aman la paz, la virtud, el orden y la salud. Pero el Diablo les conduce, ya que quisieran la paz sin lucha y la virtud sin tentaciones, el orden por la anestesia y la salud por la desinfección. Todo esto puede disminuir la suma de desdichas de la humanidad, pero no desarraigar el mal, si el mal es, antes que nada, la ausencia de virtudes creadoras». Dejando aparte al Diablo, la frase me parece razonable.

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