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Eszenak

Pasión y muerte de Antonin Artaud

Josu MONTERO | Escritor y crítico

Porque Artaud era poeta y surrealista tenía muy claro que su trabajo consistía en terminar con la tiranía del lenguaje. El abuso del lenguaje estaba conduciendo al teatro a su muerte, por eso propuso recuperar lo específico de la escena: el lenguaje escénico más allá de las palabras, el cuerpo aquí y ahora en el espacio. «Romper el lenguaje para alcanzar la vida: en eso consiste rehacer el teatro», escribió. Breton afirmó que la obra de Artaud «es consecuencia de un estado hiperlúcido, un grito que parte de las cavernas del ser». Fue dolorosamente consciente Artaud de la prosaica y miserable unidireccionalidad que el imperio de la razón lógica y discusiva ha impuesto al ser humano: la estrechez vital, la castración de las potencialidades del espíritu, la falsificación de la vida hasta convertirla en «un alambique de mierda». Artaud no pretendió sino multiplicar hasta el infinito las fronteras de la realidad. Pagó el precio. Su vida fue un rosario de adicciones a drogas varias y un vía crucis de internamientos en sanatorios psiquiátricos, con casi 60 electroshoks incluidos.

Los grandes directores franceses del momento, Jouvet, Pitoeff o Dullin, no son para él sino funcionarios del «teatro digestivo», ese teatro que no cuestiona al espectador ni en su ser íntimo ni en su ser social. Propone un teatro inquietante, destructor, que alcance las más profundas regiones del individuo. «Yo creo en los aerolitos mentales, en las cosmogonías individuales», escribió. Son los años de sus revolucionarios ensayos teatrales y de sus cortes de manga a los poderes. Su intento de llevar a la escena a Jarry fracasó, pero el descubrimiento en París del teatro balinés le devolvió la fe en la fuerza mágica de la escena. Poco después, en 1931, fundó el legendario Teatro de la Crueldad, pero, incomprendido y sin apenas medios, sus montajes vuelven a fracasar. Así que en 1936 se va a Méjico para iniciarse en los ritos sagrados del peyote. A su regreso escribió «Viaje al país de los Tarahumaras». Y su vida fue ya un periplo por sanatorios, lo que no fue obstáculo para su creatividad: poemas, teatro, traducciones, dibujos, pinturas... Sus amigos crearon un comité de apoyo que consiguió su liberación; «Para acabar con el juicio de Dios» fue el incendiario programa de radio que se lanzó a realizar y que pronto fue prohibido. Llegó el cáncer y su muerte por sobredosis en el sanatorio de Ivry en 1948.

«Hemos entrado en la era de Artaud. El Teatro de la Crueldad ha sido canonizado. Lo que equivale a decir: ha sido trivializado, convertido en un producto de pacotilla», escribió hace ya unas décadas el director polaco Jerzy Grotowski para denunciar la crueldad ejercida contra Artaud por muchos de sus pretendidos seguidores. Y es que Artaud removió los cimientos del teatro del futuro con esa superación de lo verbal, esa fusión de lo físico y lo espiritual, y esa redención por el teatro. Más de veinte años después de su muerte el Living Theatre, el Open, el teatro Pánico o Grotowski comenzaron a llevar a la práctica sus ideas. Y luego fue la avalancha. «Artaud propone una gran transgresión de las normas, la idea de una purificación por la violencia y la crueldad al afirmar que la evocación de las fuerzas ciegas sobre el escenario debe preservarnos de ellas en la vida», escribió Grotowski.

En la madrileña La Casa Encendida se puede visitar hasta el 27 de junio una exposición sobre el radical y torturado profeta del nuevo teatro.

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