Joxerra Bustillo Periodista
Portugalizar España
La patria de Camoens y Pessoa, de Amalia y Madredeus, surca el escenario internacional con dignidad, liberada de antiguos complejos, con una lengua viva y en auge permanente, mostrando al mundo que no hace falta ser grande ni tener decenas de millones de habitantes para mantener un ser propio y diferenciado
La caprichosa casualidad ha dictado que me tope con un aforismo de Bergamín, en el que se habla de portugalizar España, justo en vísperas del 35 aniversario de la revolución de los claveles, aquel inolvidable 25 de abril de la Grândola de Zeca Afonso, de Otelo y los coroneles y del pueblo alegre y unido. Una revolución que despertó simpatías en medio mundo, incluido Euskal Herria, y que a algunos nos hizo girar la vista desde Madrid a Lisboa, para intentar aprender alguna lección de la única nación peninsular que ha sido capaz de zafarse del endemoniado dominio español.
Las naciones sin estado como la nuestra suelen tener la costumbre de construir espejos en los que mirarse. Algunos de nuestros ilustres antecesores guardaron simpatía por la Venezuela de Bolíbar y la Cuba de Martí, luego vino la Irlanda de De Varela, la Argelia de Bumedian, la Cuba de Fidel, en fin, hasta el Vietnam de Ho Chi Minh sirvió un tiempo de modelo. Últimamente se ha mirado al Este europeo, a los países bálticos, a Kosovo, anteayer a Escocia o Flandes. Curiosamente, pocos han sido los que han puesto sobre la mesa el ejemplo portugués. Una nación forjada en batallas y disputas, conquistada y reconquistada por su eterno vecino oriental, y capaz de asomarse al siglo XXI disfrutando de una independencia absoluta, una economía suficiente y una cultura envidiable.
La patria de Camoens y Pessoa, de Amalia y Madredeus, surca el escenario internacional con dignidad, liberada de antiguos complejos, con una lengua viva y en auge permanente, mostrando al mundo que no hace falta ser grande ni tener decenas de millones de habitantes para mantener un ser propio y diferenciado. Una república democrática, con sus luces y sus sombras, como en todos los sitios, pero progresando sin interferencias zarzueleras.
Decía Bergamín en su aforismo que «tal vez habría que portugalizar España para darle su unión verdadera. Unión que no unidad. Unión de todos los pueblos nacionales, nacidos de su viva entraña. Conciencia peninsular de sí misma».
Deduzco que el escritor madrileño, exiliado en nuestro país, quiso referirse a alguna especie de confederación de naciones ibéricas, en la que habría de darse a «Portugal lo suyo: Galicia, Salamanca, Extremadura, y una parte de Andalucía». Más allá de la lectura concreta de la idea liebre de Bergamín, a día de hoy permanece sin resolver el tantas veces denominado «problema de España», es decir, la inconveniente unicidad de unos territorios, creada en base a matrimonios entre príncipes, componendas papales y guerras varias, y en ningún caso en la voluntad soberana de los pueblos y naciones que coinciden en este extremo occidental de Europa.
Sin ir más lejos, el pasado lunes, en un programa televisivo español, al ser interrogado por el público un político catalán, un convecino leridano pidió perdón por dirigirse a él en la lengua de ambos, por un hecho tan natural como expresarse en su idioma materno, y se pasó automáticamente al castellano. La pequeña anécdota ilustra la situación de desvalimiento perpetuo que sufren los pueblos periféricos a la metrópoli madrileña. Un desvalimiento sobrevenido porque el presidente del Gobierno desconoce tres de las cuatro lenguas oficiales, lo que debiera ser causa forzosa de incompatibilidad para ejercer el cargo. Un desvalimiento denunciado estos días a cuenta de la indecente versión ¿euskaldun? de la página web del Ministerio de Cultura, por cierto, dirigido ahora por un donostiarra y hasta ayer mismo por un gallegoparlante.
Cuando desde Madrid son incapaces de respetar algo tan íntimo y personal como la lengua propia, es imposible que se respeten otros derechos. Mientras no exista un reconocimiento indubitable de las partes, es decir, de que España no es una nación sino una amalgama de pueblos sometidos a obediencia desde la Puerta del Sol, no se abrirán las puertas a soluciones duraderas de convivencia, de vecindad respetuosa y enriquecedora.
Lamentablemente, a los vascos que admiramos a Machado y Bergamín, que disfrutamos con Velázquez y Goya, tan sólo se nos deja coger el camino de la independencia. Precisamente el camino que emprendieron los portugueses en Aljubarrota en el año 1385, con sus zigzag incluidos, y que les ha traído hasta la república que celebran hoy.
Los portugueses, ellos solos, sin ayudas ajenas, supieron desprenderse de la presión española primero, de la monarquía después y, en tercer lugar, de una de las más largas y odiosas dictaduras del pasado siglo, la de Oliveira Salazar. Algunos dirán que el sueño de una Portugal socialista, que algunos compartimos en aquellos días de júbilo y esperanza, se esfumó por errores y disputas, y así fue. Pero todo puede ser posible en el futuro para un pueblo que ha demostrado a lo largo de su historia un rabioso empeño por ser él mismo, sin máscaras ni afeites. Y que nadie dude que en lo sucesivo, como en la canción, seguirá siendo el pueblo «é quem mais ordena».