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Del caracol, lo mejor, su salsa

Caracoles pasados por agua; o al menos las previsiones para San Prudencio son ésas. Pero aguados o no, serán mañana los protagonistas en muchos manteles alaveses. Así lo manda una tradición que no dice nada de cómo prepararlos.

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Joseba VIVANCO

Del caracol, lo mejor, sin duda, su salsa. Es la unánime apreciación de cocineros y comensales que hayan arrimado su paladar a una cazuela de este rey por excelancia de la mesa alavesa en San Prudencio, con permiso de los perretxikos. Y es que fíjense, por cada caracol, dos bien untados pedazos de pan. ¿Alguien da más? A pesar de que Joxe Miguel de Barandiaran citara que en buena parte de Euskal Herria no había ganado adeptos la costumbre francesa de degustar caracoles de tierra, lo cierto es que sí caló, y mucho, en las mesas babazorras.

Se trata de un gusto gastronómico antiguo, tanto como el propio ser humano. Como afirmaba el malogrado gastrónomo catalán Néstor Luján, «muchas veces hemos pensado, con extrema curiosidad, el valor o hambre deseperada que debieron sentir quienes comieron por primera vez la ostra, el caracol o el percebe». Lo cierto es que el caracol fue uno de los primeros bocados que probaron nuestros antepasados o, como diría el crítico gastronómico Caius Apicius, «quizá haya sido una de las primeras fuentes de proteínas animales utilizadas por el hombre».

Han pasado miles de años y los caracoles siguen consumiéndose -aunque en regiones geográficas muy limitadas- por mucho que los británicos hayan pretendido ridiculizar históricamente a sus vecinos franceses con que son los únicos que comen ranas y caracoles. Los romanos los criaban por millones para degustarlos y en la misma Edad Media tuvieron un gran auge, aunque parece que a partir del siglo XVIII comenzó a decaer su consumo. Su resurgir llegó de la mano del político francés Tayllerand que los pidió para el menú servido al zar de Rusia, lo que los volvió a poner de moda entre la clase noble.

Y así como a Catalunya se cuenta que la afición por los caracoles llegó desde Asia, a decir de la tradición oral recogida en el libro ``Sabor alavés'', la costumbre de preparar los caracoles al denominado estilo alavés arribó por estas tierras a finales del siglo XIX de la mano de los gallegos que llegaron a la localidad de Eltziego para tomar parte de la labores de vendimia. Mientras aquellos forasteros los engullían asados, los autóctonos prefirerieron copiarles pero añadiendo una salsa de elaboración propia. Con el paso del tiempo, el plato fue aderezado con tropiezos del estilo de perretxikos, jamón o chorizo, ganando riqueza a la hora de degustarlos. Y es que los caracoles no están sujetos a una única receta, sino que cada maestrillo tiene su librillo, aunque cabe afirmar que la forma de prepararlos por estos lares resulta, se dice, más laboriosa que la que prima en las mesas francesas o catalanas, degustadoras de caracol por excelencia.

Una complejidad que tiene que ver mucho con el relleno de la concha, extrayendo la carne de la cáscara, retirando su parte negra final -aunque hay doctores en fogones que opinan que es la de mayor sabor- e introduciendo luego un taquito de jamón o perretxiko, entre otras ocurrencias. Y picar, porque «caracoles sin picante, no hay quien los aguante» y si pican mucho, ya lo dice el remedio, «a caracoles picantes, vino abundante».

Éste es el ADN del plato de caracoles. En lo que se difiere más es en la forma de elaborar la cazuela o manejar las cantidades de ingredientes. La salsa alavesa, por ejemplo, lleva menos pimiento choricero que la vizcaina, aunque más cebolla y tomate. O depende de si utilizas jamón del bueno o de un codillo seco, si son perretxikos o setas de cardo.

En el libro ``La cocina vasca'', de Ana María Calera, encontramos recetas de caracoles a la bayonesa, caracoles con perejil, los caracoles al estilo Huarte-Pamplona servidos con una salsa de ajo, las caracolillas de Tutera, los caracoles al estilo vasco y los caracoles a la corellesa, donde previamente se meten los moluscos en abundante serrín.

Probablemente, la receta más internacional sea al estilo «borgoñés», o sea, rellenos con mantequilla, pero no una cualquiera, sino elaborado a base de ajo, escalonias picadas, perejil picado, sal, pimienta recién molida y la mejor mantequilla fresca. Una vez limpio el caracol -que deben ser, por supuesto, de gran tamaño- se saca de la concha, se introduce una cucharadita de mantequilla, la carne cocida y otra de mantequilla, una pizca de pan rallado y se hornea. Listo.

Un plato para gustos variados que, no obstante, como afirma el crítico gastronómico Mikel Uriarte, «inspira las más firmes adhesiones y las fobias más rotundas» o como añade Caius Apicius, «frente a los caracoles no hay posiciones neutrales: o gustan, o se es incapaz de comerlos». Al fin y al cabo, como reconoce este último, «la idea de comerse un bicho baboso que se desplaza lentamente por el suelo... a mucha gente le repugna». Pero visto lo visto, con una buena chorrotada de vino blanco o mantequilla, todo vale para chuparse los dedos. Porque como bien afina sobre esa «deliciosa salsa picantilla» el propio Apicius, «perdonarla sería... imperdonable». Buen provecho.

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