Koldo LANDALUZE

En este su debut en el largometraje, la polifacética Aizpea Goenaga se ha decantado por un proyecto amable, inspirado por la saludable cultura de los fogones y las conversaciones que nacen entre plato y plato. Tomando como excusa las peripecias vitales y profesionales de un grupo de estudiantes de una escuela de cocina más bien caótica, la autora desarrolla un menú de situaciones y enredos construidos a partir de un encadenado de arquetipos muy reconocibles con los que se pretende dar una visión multicultural de una sociedad obligada a asumir  el mestizaje como factor enriquecedor.

Por ese motivo, la cocina –quintaesencia mágica e imperecedera de nuestros arraigos más ancestrales– se convierte en una mera excusa formal encaminada a dotar de ciertos elementos reconocibles a una trama que tiene en su previsible desarrollo uno de sus lastres principales. Da la sensación de que, en éste su debut, Goenaga no ha querido correr excesivos riesgos y se ha decantado por una pieza que se excede en sus pretensiones de querer agradar a todo el mundo. Además, muchos de los gags recuerdan sobremanera a un estilo que, si bien funciona para el medio televisivo, en su traslación al formato grande pierde buena parte de su intencionalidad y gracia.

Tampoco el diseño de los personajes, excesivamente perfilados en sus arquetipos, evitan la sensación de dèjá vu que acompaña al espectador a lo largo de una trama que, al menos, no resulta tan hiriente como puedan hacernos creer algunos comentarios y críticas que han subrayado el carácter excesivamente localista de esta propuesta humilde y sincera que tiene, precisamente en su apertura de miras social, cultural y vagamente política, una de sus bazas más estimulantes. Por ese motivo, porque ya va siendo hora de que en una crítica sobre una película rodada aquí acabemos subrayando las obviedades, resulta necesario buscar nuevos rumbos mucho más arriesgados y menos pendientes de agradar al funcionario gubernamental que se encarga de repartir las subvenciones.