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José Miguel Arrugaeta Historiador

Colombia: ¿año uno?

El autor deja claro que, a pesar de la fuerte campaña propagandística diseñada hace un año a raíz de la muerte a manos del Estado de los comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Raúl Reyes e Iván Ríos, y del rocambolesco rescate de Ingrid Betancourt, la lucha guerrillera continúa más activa que nunca en el país americano. Arrugaeta no duda en calificar de «guerra civil» el enfrentamiento entre «los de abajo» y las clases dominantes.

Es posible que la mayoría de ustedes hayan olvidado los acontecimientos que se sucedieron en Colombia hace aproximadamente un año. Los grandes medios internacionales de comunicación nos sometieron en aquellas fechas a un mantenido y tenso bombardeo virtual, anunciándonos y certificando la supuesta y definitiva victoria del Gobierno Uribe sobre la insurgencia, consecuencia directa de su entonces alabada y eficaz intransigencia.

Los asesinatos de los comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, Raúl Reyes e Iván Ríos, verdaderos crímenes de Estado en un sentido estricto del término, eran presentados en aquellos momentos como estratégicos golpes a la guerrilla; la muerte por causas naturales de su fundador y mítico líder Manuel Marulanda se difundía como la puntilla final a un movimiento armado que sufría derrota tras derrota y, según la mayoría de los analistas, vivía sus últimos momentos en medio de una creciente desorientación y deserciones. Una fuerte ofensiva militar y mediática, la ruptura total de contactos entre el Gobierno colombiano y la otra fuerza político-militar en pugna, el ELN (Ejército de Liberación Nacional), el rocambolesco rescate de Ingrid Betancourt, acompañado de su promoción como virginal y hueca paloma de la paz y otros hechos similares completaban el cuadro que se nos quería trasmitir: la victoria total de la política de fuerza aplicada por Alvaro Uribe era inminente e irreversible. Y no se debe dejar de señalar que incluso una parte de la izquierda y las fuerzas progresistas se dejó arrastrar, en medio de aquel fragor, por la reiteración constante de mensajes y noticias, dando por bueno el mensaje de derrota.

Apenas ha pasado un año de todo aquello y hoy el conflicto armado, político y social colombiano, que se puede calificar, sin temor a equivocarse, como una verdadera guerra civil de largo y sangriento recorrido, sigue siendo una realidad innegable que se mueve sobre parámetros similares desde hace varias décadas. Algo más de doce meses después de aquella mala borrachera de victorias, construidas a la medida de una de las partes para convencernos del final de la terca rebeldía y resistencia histórica de los de abajo, la realidad colombiana ha retomado de nuevo su pulso normal de callejón si salida.

Hacer un breve repaso del acontecer colombiano de estos meses no deja lugar a la duda de que no era oro todo lo que relucía. Por ejemplo, la guerrilla presenta actualmente una notable recuperación tanto en su accionar militar como en su recomposición organizativa y política, demostrando que sus motivaciones y cohesión van más allá de la importancia de los nombre propios en el escalafón, y la superación de la crisis que vivió es en sí misma demostración práctica de madurez y fortaleza. Según diversas fuentes, las bajas gubernamentales durante el pasado mes de marzo se calculan en algo más de 300 policías y militares muertos en combates y enfrentamientos, mientras que los uniformados heridos sumaban unos cuatrocientos. Mientras el «eficaz» aparato militar continúa mostrando su cara oculta con los llamados «falsos positivos» (civiles asesinados y presentados como bajas guerrilleras), parece incapaz de contener el resurgir de los guerrilleros de verdad.

El Gobierno, encabezado por Alvaro Uribe, va camino de convertirse en un verdadero régimen sucesorio, que ha conseguido convencer, hasta a los más incrédulos, de que es el resultado de una compleja alianza de oligarcas, narcos y paramilitares convenientemente apoyada por la política norteamericana aún vigente en la zona, el denominado Plan Colombia, que además de invertir millones de dólares en la lucha contrainsurgente y la represión social, mantiene, al día de hoy, unos 1.400 asesores militares extranjeros, dotando a la guerra civil colombiana de una componente de intervención extranjera que, unida al enfrentamiento físico en la extensas fronteras del país sudamericano, sigue funcionando como una constante amenaza de desestabilización de sus vecinos (Venezuela, Ecuador y Panamá).

Las organizaciones sociales consideradas como subversivas o sospechosas son reprimidas mediante una permanente guerra sucia de asesinatos, siempre impunes, que convierte esta práctica en un verdadero terrorismo de estado con datos escalofriantes: desde inicio de la década de 1980 hasta la actualidad unos 1.300 dirigentes indígenas y algo más de 1.400 dirigentes sindicales han sido simplemente asesinados. El listado de cuadros y activistas sociales «dados de baja» sigue aumentando mes a mes, y constituye a estas alturas un verdadero y planificado exterminio selectivo con el fin de impedir la autoorganización popular.

La tan publicitada desmovilización de los paramilitares, «éxito» del Gobierno de Uribe, ha resultado a la corta una mera operación cosmética, y esas fuerzas auxiliares del Ejército y los terratenientes (que es lo que son, como su propio nombre indica) financiadas abiertamente por el narcotráfico, reaparecen con diferentes nombres al tiempo que siguen cumpliendo el sucio papel que les han asignado su amos, ensangrentar el terreno con víctimas civiles y sembrar un miedo de raíz profunda.

Colombia continúa ocupando el segundo lugar del mundo en desplazados de guerra -de acuerdo a datos tan poco sospechosos como los de Naciones Unidas- con aproximadamente tres millones y medio de personas. Realmente, se mire por donde se mire, son demasiadas víctimas para un enfrentamiento y una guerra que se niega constantemente.

Por si faltase algo en este panorama desolador, la actual crisis económica ha venido a poner en su sitio el espejismo del crecimiento económico que ha vivido Colombia en los últimos años, colocando en primer plano la abismal desigualdad social en la distribución de la riqueza, antiguo y persistente rasgo de la sociedad colombiana desde su fundación como país y que fue causa inicial, junto a la marginación política de amplios sectores sociales y la tradicional violencia oligárquica, del persistente y sangrante conflicto interno.

Colombia conmemora por estas fechas su Año uno (de paz y prosperidad) de acuerdo al nuevo calendario instaurado por el presidente Alvaro Uribe y la oligarquía que representa, pero la realidad es otra bien distinta. Esta hermosa y rica nación de América Latina cumple su Año 61 (de guerra y conflicto civil), contando a partir de aquella primavera de 1948 en que fue asesinado, en las calles de Bogotá, el líder liberal Gaitán, dando inicio oficial a esta guerra interna tal y como la conocemos en la actualidad. Mucho ha llovido desde entonces, numerosos presidentes han pasado por el poder y un millón de muertos en seis décadas dan fe de que es imposible tapar el sol con un dedo.

Colombia sigue esperando por una paz de verdad, por justicia social y por una democracia incluyente que permita a su sociedad el sueño posible de construir un futuro diferente al sangrante catálogo de la actualidad. Mientras tanto, la negación sistemática del conflicto político-militar, el rechazo constante a la vía del dialogo y las consiguientes soluciones represivas y militares no son sino salidas falsas de limitado recorrido, sin dejar de subrayar que esta misma ecuación es aplicable a otras geografías y realidades. Colombia, aunque no sea hoy actualidad informativa (y no hay ninguna inocencia en los silencios), es sin duda un buen ejemplo de que los problemas políticos sólo tienen a la larga salidas políticas.

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