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Las edades del beso

 

Los besos rusos. «Hay quienes, si te pones a la altura de su boca, muerden. Hay quienes, si te pones a la altura de su boca, besan», cuenta la poeta Carmen Camacho. Los rusos, por lo menos antes, cuando iban de rojos y asustaban como diablos, eran de los que mordían. En Hondarribia, el verano pasado, escuché a una abuela lanzar este reproche a sus nietos: «Hoy estáis muy soviéticos... no me habéis dado ni un par de besos en todo el día».

Los besos golosos. No hay mayor provecho, para comensal y comido, que devorarse a besos. De los pies a la cabeza. Hace unos meses, un amigo le explicó a su hijo de diez años, tras preguntar éste varias veces sobre el tema, para qué sirve un preservativo. «Empecé con lo típico, un chico, una chica, se gustan mucho, hacen el amor, no quieren tener hijos... Estuve un buen rato hablando, le conté un montón de cosas, con todo tipo de ejemplos y hasta le enseñé un condón para que lo pudiera entender bien. Al final, cuando terminé, orgulloso de cómo lo había hecho, va el chaval y pregunta: ¿Y por qué hay preservativos de sabores?».

Los besos eternos. «En tus pechos escribí / mis mejores besos / y ahora otros labios los emborronan», canta en un bolero el poeta Ferrán Fernández. Los buenos besos, los auténticos, son indelebles. Nadie, nada, puede con ellos. Hace un par de años, en la Plaza Nueva de Bilbao, dos hermanos chiquitos jugaban a plantarse besos. Uno, los estampaba. El otro, que no estaba por la labor, se los intentaba quitar con la mano, frota que te frota, como si tuviera un estropajo. Hasta que otra cría, muy atenta al espectáculo, sentenció: «No te limpies más, para de una vez, los besos no se borran».

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