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Julen Arzuaga Giza Eskubideen Behatokia

¿Sistema penal o sed de venganza?

Julen Arzuaga sigue en este artículo el hilo del escrito publicado el pasado domingo en este mismo periódico bajo el título «Populismo punitivo». Si en aquél denunciaba el ansia de castigo del Estado español, en éste se detiene sobre el carácter de ese castigo. Y concluye que el sistema penal que se impulsa desde Madrid no persigue prevenir delitos futuros, sino simplemente la venganza.

Hablaba, en mi anterior artículo, de la expansión de la reacción securitaria estatal a la hora de buscar carne de presidio en caladeros sociales cada vez más amplios y por motivos más insignificantes. Una vez producida la detención, ¿qué tratamiento ofrece el sistema penal al ahora preso? El ministro de Justicia, Francisco Caamaño, se estrenó recientemente en medio de una polémica en la que familiares de Marta del Castillo reclamaban la cadena perpetua para sus asesinos detenidos y confesos. Caamaño indicó que «en 1978, los españoles decidimos dotarnos de un marco jurídico político que expresamente proscribe la pena como un fin en sí mismo y que ordena la configuración de un sistema punitivo necesariamente orientado a la `reeducación y a la reinserción social', como así proclama el art. 25.2 de nuestra norma suprema». Reconoció que no era necesario incluir la figura de la cadena perpetua porque, de hecho, el español es «un ordenamiento penal que es reconocido en el derecho comparado como uno de los más exigentes».

Cierto, no existe la pena a perpetuidad, pero las previsiones existentes para determinados delitos -aquellos relacionados con organización armada- desbordan con creces las previsiones de otros países que la prevén. Mientras que los modelos penales europeos prefieren marcar un mínimo de cadena perpetua -por lo general relativamente bajo- a partir del cual se comenzaría a revisar la pena, en el Estado español se prefiere implantar un máximo exagerado -40 años- sin la posibilidad de reducción. Se queda corto, Sr. ministro, con el término exigente.

Pero no es sólo ése el reproche que se debe hacer al Estado español. No es sólo mera cuestión de tiempos, de periodos de internamiento. Habla de reeducación y reinserción del preso. Es decir, se plantea la pregunta sobre qué fin debe tener la pena ¿para qué se impone una pena? Analicemos esta cuestión.

En el siglo XVIII se produce una serie de movimientos, con la Ilustración, que llevan a preocuparse por la reacción que se debe tener ante el trasgresor de la ley. Se establece una ficción: al haber un contrato social entre ciudadanos, se debe imponer una serie de reglas que regulen dicha convivencia. Aparecen las doctrinas llamadas «retribucionistas»: el delito es un mal, por lo que se castiga con otro mal -la pena- para equilibrar la injusticia que se ha cometido. Desde una visión ética consideran que la pena, como fin en sí mismo, compensa el mal sufrido mediante la represión, sin que importe la regeneración del trasgresor. Esta es la famosa tesis de Kant: si tras un naufragio sobreviven en una isla desierta el condenado a la pena capital y su verdugo, el último acto de afirmación del estado de derecho sería ejecutar la pena. Hachazo y con él, justicia suprema. También se denominan a estas teorías «absolutas», ya se ve por qué.

Aparecen, desde una perspectiva más humana, quienes cuestionan esta teoría y ven un fin en la pena, una utilidad. Estas doctrinas «utilitaristas» opinan que las aflicciones penales son precios necesarios para impedir daños mayores a los ciudadanos, y no constituyen homenajes gratuitos a la ética o a un concepto ambiguo de justicia. El castigo debe tener un fin: prevenir delitos futuros, proteger la mayoría no desviada, pero también procurar el mínimo malestar necesario a los trasgresores. Para ello, las penas se deberían orientar a la reeducación y a la reinserción social del preso.

Pues bien, hoy en día estamos en condiciones de decir que esa pretensión de que el castigo tenga alguna utilidad positiva ha fallado estrepitosamente en la práctica. La aplicación de la pena, tal y como la conocemos, no reeduca, sino que humilla, no rehabilita, sino que busca el arrepentimiento, no reinserta porque, ahora, se impide el acceso a la libertad. Se han abandonado pues aquellos principios humanistas, utilitaristas que pretendían encontrar un fin en la pena.

Vuelta al pasado, pero con un problema de frenado: la involución ha rebasado a aquellos otros retribucionistas del siglo XVIII, aquellas teorías absolutas que justificaban la pena en cuestiones morales, en equilibrar una situación injusta. Se ha vuelto, al menos en lo que toca a los delitos de cariz político, al periodo neardental punitivo, a la justificación de la pena en la sed de venganza. Se vuelve al estado salvaje en el que el preso es el enemigo y debe ser castigado para satisfacer los instintos más bajos: desagravio exigido por las víctimas, represalia invocada por sus afines organizados en masa, sentimiento de revancha insuflado por los medios de comunicación, quienes airean y amplifican la petición de más madera. Piotr Kropotkin protestaba el siglo pasado: «La actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos es de indiferencia completa, cuando no de odio: nunca serán tratados tan mal como se merecen, se leía en periódicos que se las echaban de avanzados».

Volvemos, pues, a la categoría del populismo punitivo: ¡Nosotros, responsables del orden público, intérpretes supremos del clamor social, recogemos el guante popular para enfundar nuestra mano dura! Una eminencia en derecho penal, L. Ferrajoli, nos dice que «la pena no es el mejor modo de satisfacer el deseo de venganza; por el contrario, sólo se puede justificar con el fin de poner remedio y de prevenir las manifestaciones de venganza». Continúa: «La seguridad y la libertad de los ciudadanos no son en efecto amenazadas únicamente por los delitos, sino también, y habitualmente en mayor medida, por las penas excesivas y despóticas, por los arrestos y los procesos sumarios, por los controles de Policía arbitrarios e invasores». No lo digo yo.

Nos preguntábamos ¿para qué se impone una pena? Hoy, para la aflicción, para generar dolor en las filas de ciudadanos-enemigos, por venganza política, para hacer sufrir al preso, a su familia, a su entorno y a su pueblo. El estado español ha diseñado su sistema penal, estableciendo el techo de cumplimiento efectivo para delitos vinculados a organización armada en 40 años, con la imposibilidad de obtener redenciones al ser retiradas tras la reforma del Código Penal de 1995 y con efecto retroactivo para quienes fueron condenados con el de 1973, como supone la tan conocida -y sufrida- Doctrina Parot. El preso ya deshumanizado es desposeído de todo derecho. Ni siquiera su recuerdo puede ocupar espacio público, pues la Policía de Rodolfo Ares se emplea con total saña para que su memoria se circunscriba únicamente al ámbito privado de sus seres queridos. ¿O, en un futuro próximo, también este será un «espacio de impunidad»? ¿Tiene límite esta pendiente resbaladiza? El abismo. Este sistema haría sonrojar, lo justifiquen como lo justifiquen, a cualquier estado europeo que quisiera apellidarse democrático.

Y hoy precisamente, día de elecciones europeas miramos por la ventana y vemos este panorama. ¿A quién ofrecer nuestro voto? Para mí la diferencia la apunta Kropotkin: a un lado quienes enarbolan esa actitud de odio o indeferencia. Frente a ellos, una iniciativa internacionalista solidaria con los presos políticos y sus familiares. Con su sufrimiento y sus aspiraciones. ¡Corro a votar!

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