Kepa Tamames Ensayista
Genuinamente falsos
Vivimos rodeados de falsedades. La comunidad política nos vende a diario su dosis de falsedad; los «mass media» falsifican sin cesar nuestras convicciones, haciéndonos creer una cosa por la mañana para desmentirla por la tarde
Desconozco si los hechos han trascendido fuera del País Vasco, y en qué medida, pero diré para quienes no estén al tanto, y de forma telegráfica, que habrá transcurrido como medio año desde que algunos de los hallazgos más valiosos y espectaculares del a su vez mayor yacimiento romano de Euskadi fueran declarados «genuinamente falsos» -ustedes me permitirán el oxímoron-. Alguien manipuló a sabiendas cerámicas y litografías para que parecieran lo que no son: antiguas y euskaldunes. Las autoridades en particular y la sociedad civil en general apenas habíamos conseguido superar el sonrojo de Zubialde (la cueva alavesa plagada de supuestas pinturas rupestres prehistóricas que resultaron ser un burdo taller de manualidades), recién estrenados los noventa, cuando el cruel destino nos depara nuevos episodios fraudulentos de similar pelaje.
Pero llegados a este punto, y como quiera que el desaguisado parece no tener ya remedio, podemos sondear a mi juicio fundamentalmente dos vías: o nos quedamos en la pura descripción (a veces simple anécdota, chascarrillo menor), o lo aprovechamos y tiramos un poco más del hilo. Yo entiendo que son este tipo de experiencias las que precisamente nos colocan en nuestro sitio, las que nos orientan sobre el estatus moral que de verdad merecemos, muy alejado del que con tesón franciscano tratamos de urdir en beneficio exclusivo de nuestro insaciable ego. Es por ello que no creo que debamos abrirnos las carnes por haber sido de nuevo protagonistas de un comportamiento tan antiguo como la misma Humanidad. Hablo del engaño, de la estafa, del timo, elijan ustedes sustantivo, porque mucho me temo que optar por uno u otro no va a maquillar un ápice el despropósito. Y no me refiero ya al hecho en cuestión que ocupó hace no tanto portadas y reportajes en la prensa regional, sino al fraude que supone nuestra especie para el Planeta, una especie orgullosa de sí misma hasta lo ridículo y que, convencida de ello, camina arrogante con su naturaleza tramposa cosida a la chepa. (Supongo que una excelente razón para no creer en Dios es que resulta materialmente imposible una peor gestión de sus representados).
La comunidad científica siempre puso especial empeño en reunir el mayor número posible de características que avalasen nuestra distancia abismal del resto de los animales, y apenas consiguieron justo lo contrario. Se trata con frecuencia de los mismos científicos que reciben subvenciones mareantes para mandar cohetitos a remotos planetas donde ya sabemos que habita la nada, mientras en nuestra casa nos corroe la miseria y la muerte sin que ello consiga revolvernos el estómago. Los mismos que fotografían desde el aire comunidades humanas «salvajes» desconocidas hasta entonces, cuando el verdadero salvajismo -confieso que nunca me agradó el vocablo- consiste en visibilizarlas sin su permiso y hacerlas objeto de estudio, paso previo casi siempre al pillaje de las multinacionales. Aplicamos el marchamo de «falso» a todo tipo de objetos, e incluso a creaciones artísticas, sean pictóricas, musicales o literarias, sin darnos cuenta de que con toda probabilidad somos nosotros mismos la mayor falsificación que la historia evolutiva de la Tierra haya conocido. De momento, y hasta donde yo sé, somos la única especie que se pasa media vida jactándose de su racionalidad, y la otra media demostrando lo contrario con un patetismo deprimente.
Que son falsas, dicen ahora. Estupendo. Años y años de anuncios mediáticos pomposos, de golosas inyecciones económicas -exploren esta vía, interesante como pocas- para concluir que alguien (o álguienes) ha dedicado sus buenas horitas a pintarrajear mosaicos y a poner en práctica sus elementales conocimientos de euskaltegi con el siempre loable objetivo de aportar nuevos datos al estudio de la lengua más antigua del mundo.
Vivimos rodeados de falsedades. La comunidad política nos vende a diario su dosis de falsedad; los mass media falsifican sin cesar nuestras convicciones, haciéndonos creer una cosa por la mañana para desmentirla por la tarde, según intereses que no son en esencia distintos a los que empleaban los neandertales para despistar a la tribu vecina en las artes de caza; los analistas económicos se agolpan ahora ante los micrófonos para declarar que ellos ya veían venir la debacle desde hacía tiempo... ¡Qué poco hemos cambiado en los últimos milenios! Lo que son las cosas: precisamente quienes descubren la sacrosanta evolución biológica son al parecer los que menos están dispuestos a evolucionar en materia de autenticidad moral. ¿Cuántos imaginan que no se abonarían a la falsificación chapucera si tuvieran la certeza de no ser descubiertos? Hagan cuentas. Alguien acuñó en su día la ingeniosa reflexión de que bien pudiéramos ser nosotros mismos el misterioso eslabón perdido, el desde siempre añorado enlace entre nuestra etapa ancestral y el verdadero ser humano.
Soy usuario habitual del macizo de Gorbeia, la mítica montaña vasca, y me hiela la sangre pensar que también ella pueda constituir un fraude de esos. ¿Se imaginan? De momento, he prohibido terminantemente a mi perra Koska escarbar en la zona durante nuestras próximas excursiones dominicales, no vaya a ser que en una de ésas aparezca la capa de cartón piedra con una inscripción del tipo Made in China. De pesadilla