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Nadie diría que han pasado cinco siglos entre la batalla de Noain y la «toma» de Gorbeia

A mediodía de hoy, unos cientos de abertzales subirán a una pequeña cima situada a las afueras de Iruñea y con ello se asomarán a uno de los balcones que resume la historia de este país. Ese montículo al que se accede desde el pueblecito de Getze domina las campas de Noain en las que se libró la última gran batalla entre los navarros dispuestos a defender la independencia de su reino y un ejército invasor.

Habrá quien piense que rememorar cinco siglos después aquel episodio, en el que se calcula que se perdieron unas 5.000 vidas, es una extravagancia cargada de nostalgia. Efectivamente ha pasado mucho tiempo, muchísimo. El mundo no tiene nada que ver. El planeta se ha hecho más pequeño, todo se interrelaciona, nada nos es ajeno. La vida humana se valora mucho más que en el siglo XVI. Con todos los matices que se quiera, la democracia ha ido imponiéndose como forma de gobierno, en detrimento de soluciones militares como aquella de Noain. Y, sin embargo, no es difícil trazar un hilo conductor entre la mentalidad del condestable de Castilla que guiaba aquellas tropas y la del mando del Ejército español que ordenó la pasada semana rodear la cruz del monte Gorbeia con una bandera española gigante.

A la espera de escuchar las explicaciones de la ministra de Defensa al respecto, el episodio es mucho más que una anécdota. La mentalidad del conquistador, arma en mano, pervive hoy en la cúpula del Estado español, sea del color que sea. Igual que pervive el rechazo de la ciudadanía vasca al intento de hacer de Euskal Herria una colonia del siglo XV o una mera autonomía del XXI. Una autonomía en la que la imposición se disfrace de legalidad aparentemente incuestionable, como ha ocurrido recientemente con la izada de la bandera española en el Parlamento de Gasteiz o en la Casa de Juntas de Gernika. El PNV, que anuncia ahora una marcha de desagravio a Gorbeia, tendría bastante más fácil descolgar la misma bandera impuesta en instituciones que ha gobernado o que aún gobierna.

Rubalcaba sigue en el «parte de guerra»

Vista la patética imagen de la toma moderna de Gorbeia, nadie diría que han pasado ya cinco siglos desde aquella batalla de Noain. Tampoco habría mucha diferencia entre las arengas de los capitanes castellanos y el discurso bélico que emana todavía, un día sí y otro también, desde el Gobierno español. Cinco siglos después, el actual Ministerio del Interior sigue valorando su posición en Euskal Herria a base de partes de guerra semanales («ésta ha sido de éxitos», proclama Rubalcaba sin rubor). Su estrategia se resume en expresiones como «golpe» o «combate», en miles y miles de policías, en leyes de excepción cada vez más retrógradas, en cárceles llenas y condenas interminables, en persecuciones sin freno más allá de las propias fronteras geográficas, en despilfarros presupuestarios para gastos policiales...

500 años llenos de avatares y de contenciosos, armados durante los últimos dos siglos, no han sido tiempo suficiente para asimilar a los vascos en España y Francia de modo que un batallón en prácticas no tenga que hacer el ridículo imponiendo la bandera patria en la cruz de un monte. Cinco siglos después, José Luis Rodríguez Zapatero y su ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, intentan camuflar todavía de «lucha antiterrorista» lo que es uno de los conflictos políticos más antiguos de Europa y uno de los pocos que sigue esperando una solución. O, al menos, un modo de encauzarla de modo pacífico y democrático, una opción que resulta más factible que nunca si se escuchan bien las ofertas reiteradas desde la izquierda abertzale.

El Estado español insiste en jugárselo todo a la misma partida acabada en tablas mil veces. Y mientras el reloj de la historia avanza imparable en otras latitudes, en Euskal Herria sigue parado no muy lejos de aquel 1512.

Violencia machista, ¿problema de segunda?

El fracaso español es más evidente en la medida en que en estos años ha saltado todas las barreras y tabúes. Hoy no sólo bate récords en ratio policial por habitante, número de presos políticos o formaciones ilegalizadas, sino que ha construido un parapeto institucional-político-mediático que le hace no tener que responder siquiera sobre hechos tan graves como la sospechosa desaparición de un ser humano llamado Jon Anza.

El enorme volumen de medios y esfuerzos dispuestos para la represión política queda de relieve cuando se compara con casos similares que no resultan prioritarios para el sistema. Un ejemplo palpable es el que ha espantado esta semana a la ciudadanía vasca con la aparición de los restos de Mari Puy Pérez, desaparecida hace ocho meses y víctima de la violencia machista, como se sospechó siempre y se constata ahora.

Ante esta lacra, las instituciones prometen a diario tratamientos integrales, pero lo que se aprecia realmente en una despreocupación íntegra. Una cadena de despropósitos que empieza por la tolerancia ante conductas sexistas generalizadas que sigue en la inoperancia para articular medidas de protección eficaces cuando se producen denuncias -como la de Mari Puy- y que culmina en el patético autobombo de policías y gobernantes ante un caso resuelto demasiado tarde.

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