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Antonio ALVAREZ-SOLIS Periodista

Lo que se puede hacer cuando uno no es uno

No se trata de poner bastones en las ruedas de una gobernación supuestamente válida y eficaz, como se suele afirmar desde el carro del poder central acerca del presente Gobierno vasco, sino de analizar posibilidades coherentes y sólidas para ejercer la verdadera capacidad de acción de la que uno dispone en el marco de la autonomía. Para iniciar con pie sólido el debate: ¿qué puede hacer uno -en este caso el «uno» nación, el «uno» pueblo- si no le dejan ser «uno» y depende del otro? Hablamos, claro es, de asuntos como la materia económica, el sistema social, la creación de marco, el sistema educativo... Un Gobierno vasco puede intentar una serie de cosas y novedades auténticas si es realmente un Gobierno vasco, pero si no lo es ¿hasta dónde puede llegar un Gobierno vasco?

Creo que el gran handicap de la hora que vivimos para abordar remedios apropiados consiste en carecer en muchos casos de un ámbito propio de existencia y maniobra. Ya es difícil hoy que un Gobierno clásicamente soberano aborde innovaciones enérgicas -por ejemplo los Gobiernos nacionales de tantos países débiles-, pero si ese Gobierno no posee además ese carácter soberano y está incardinado en fronteras políticas ajenas la dificultad cobra tintes de imposibilidad.

Existente esa situación de dependencia esencial lo cierto es que se gobierna por delegación en las cuestiones fundamentales y no es posible en manera alguna la invención que sería precisa para hacer frente a una crisis como la presente. El mundo actual está repleto de este tipo de instituciones autonómicas con mentido poder de gobierno que se debaten oprimidas bajo el muro horizontal del Estado dominante. Se trata de gobiernos de franquicia, con un alcance de subcontrata política. Gobiernos de protocolo, que sólo son honestamente explicables si aspiran con firme determinación a la soberanía. Un Gobierno autonómico solamente puede justificarse si guarda in pectore el propósito soberano. Si esa determinación no existe, hablar de políticas propias y de convocatorias a un esfuerzo común de la ciudadanía para avanzar políticamente es como contar estrellas en la noche solitaria.

Creo que la época presente empieza a destruirse por su incapacidad para confesarse consigo misma. El verdadero diálogo -el tan traído y llevado diálogo- no empieza como un diálogo con los demás sino con un diálogo con el propio ser. Saber lo que en realidad se desea equivale a construir una estructura razonable de comunicación. ¿Y cómo saber eso si la cuestionada entidad política no puede plantearse el problema a si misma?

Un vasco necesita expresar abiertamente su personalidad real para que la llamada «cuestión vasca» deje de ser verdaderamente una cuestión radical. Pertenecer o no a la constelación española no lo puede decidir el Parlamento de Madrid, el Gobierno de Madrid, en suma las instituciones españolas. Esa decisión es un menester de vascos, protagonizado con toda su profundidad histórica, desde sus características étnicas y mediante el centón de emociones que en su nación perduran. Si el vasco no puede hablar de sí mismo como tal, en debate amplio y abierto, su comunidad siempre constituirá una incógnita para quienes se sienten a cualquier mesa de negociación. Negociar ignorando voluntariamente al otro configura un acto de agresión. Es más, constituir esa mesa en la indicada condición de ignorancia equivale a una imposición generadora de mil violencias que se irán multiplicando y crearán -ya está en parte creado- un clima difícilmente superable en el presente y en el futuro entre España y Euskadi.

Ante este panorama no vale nada, y menos sustancialmente, el recurso a una españolidad mal forjada y basada en una serie de políticas opresoras y desvirtualizantes. En este marco de principios si Madrid se niega a reconocer la singularidad de Euskadi no resultará lícito al actual Gobierno socialista de Gasteiz hablar de una política propia para empujar al pueblo euskaldun fuera de la crisis.

Para todo analista que se precie de tal parece obvio situar en primer término de la actuación del Gobierno de Lakua la acción económica y el problema social. Pero ¿cómo diseñar esa acción si la gran palanca política es manejada desde Madrid, que además es sumamente débil frente a las contadas potencias hoy en crisis también y, por tanto, con sus exigencias propias y singulares? ¿Qué puede hacer Lakua dada su dependencia del poder central?

Para crear una vía propiamente vasca ante la profunda crisis económica, que se ha transformado en una crisis de modelo, es preciso que Euskadi pueda accionar las palancas en que cree su pueblo. En este sentido, Euskadi se mueve desde sus planos profundos por una larga tradición nacional y cooperativa. Y parece que esta tendencia a reivindicar la propia personalidad y un ámbito propio para desenvolverla empieza a significarse en el mundo occidental. El nacionalismo se prefigura ya como una de las vías para superar la crisis; esto es, como una forma de concebir un mercado dominable y una economía orgánica en que los productores, los consumidores y las finanzas actúen de consuno sobre el mismo suelo. El fin de la globalización, que muere asfixiada por su propio peso, da paso a unidades históricas más entendibles popularmente, de acuerdo con los estilos y las visiones de cada cual. Ya no es honesto hablar de globalización a la vista de lo que ha generado el neoliberalismo, sino de universalización, que se fundamentaría en la estrecha colaboración entre pueblos que tengan su propia voz y su propio estilo de vivir y proceder.

Decíamos de Euskadi que es una nación profundamente influida por el cooperativismo en todas sus expresiones, o lo que es igual, por una convivencia social en que la propiedad o al menos la orientación y la disponibilidad de los medios de producción están nutrida por una vigorosa savia popular.

En este sentido escribe John Smart en su obra sobre el utilitarismo: «Mientras haya tantos males en el mundo habrá grandes posibilidades para el esfuerzo cooperativo entre los hombres que, no obstante, pueden estar en desacuerdo en alguna media acerca de lo que constituyen los bienes positivos». Dos notas a considerar en el párrafo trascrito: la primera se refiere al esfuerzo cooperativo; la segunda subraya la diversidad de consideraciones acerca de lo que sean bienes positivos. ¿Cabe ante lo leído considerar que Euskadi y España están enlazadas por una misma visión acerca de ese cooperativismo que podría estar inyectado en una futura sociedad socialista vasca tal como la considera el abertzalismo de izquierda? Radicalmente: no cabe pensar en esa similitud de visiones acerca de la concepción y funcionamiento de la sociedad.

Euskadi tiene, pues, ante sí un camino para enfrentar la crisis que ha llegado ya al naufragio del modelo social predominante, del que cada cual ha de salir de acuerdo con sus capacidades genuinas y su acepción de vía. Pero ese camino, y hoy me refiero concretamente al económico ¿puede intentarse desde un Gobierno sometido a la capacidad decisoria del Gobierno español?

Nadie que no esté ciego puede sostener que el autonomismo actual de Euskadi sea capaz de protagonizar una política tan radicalmente distinta a la de Madrid. Pero hay que añadir que ese camino económico tan distinto al español está flanqueado por una serie de políticas sociales, culturales y de la más diversa índole que lo complementan, influyen y a la vez facilitan. Ser vasco es, pues, ser muchas cosas que no se pueden ser bajo una soberanía distinta. Porque uno no puede ser uno si se lo impide el otro.

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