El cielo tiene una buena fama, a mi modesto entender, harto inmerecida. Del cielo caen rayos que asustan niños, pedriscos que destrozan cosechas, chaparrones que arruinan paellas y el sol justiciero de los melanomas. No sé como será el infierno, si acaso existiera, pero el cielo... Cuando menos te lo esperas te llueve una desgracia, un infortunio, una calamidad, un desastre, una fatalidad... y poco puedes hacer para escapar. O más bien nada.

El domingo, efectivos de la Guardia Civil aterrizaron con su flamante helicóptero en la misma cima del Gorbea. No llevaban mantequilla, sino armas automáticas y una elevada misión: interceptar y detener a los pérfidos vascones que, como bien es sabido, en este pequeño país aprovechan los domingos que no trabajan para subir a los montes más altos y cantar canciones prohibidas en lenguas proscritas. Para soñar sueños ilegítimos y contar viejas historias inventadas. Para rezar plegarias al revés y sacrificar vírgenes borrachas. Se reúnen en corros de brujas, se pintan la cara, comen carne de chivo rabioso y, tras el anochecer, si hay luna llena, desatan atávicos ritos sexuales alrededor del fuego. Los han visto, desnudos, corriendo por Itxina, sin afeitar los hombres, blasfemando las mujeres, escupiendo los niños, hablando en vascuence todos... Una orgía de impudicia inconstitucional, de obscenidad subversiva, de sedicioso libertinaje.

Pero nada, parece que ese día la fiesta no era en Gorbea. Acaso en Anboto, en Aitzgorri, en Urbasa... No sé. Probablemente en Laida, en Karraspio, en Itzurun... Puede que en Muskildi, en Artaun, en Oleta. Quizás en Benidorm, en La Habana, en Taiwán. En fin, ardua labor tiene por delante ése que ha prometido achicar los espacios de impunidad. Impunidad, «falta de castigo». Castigo, «pena que se impone a quien ha cometido un delito». Delito, «culpa, quebrantamiento de la ley». Ley, «precepto dictado por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia». Justicia... eso digo yo, justicia.