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Victor MORENO Escritor y profesor

Cuestiones nada transcendentales

Un síntoma de que las cosas, que afectan al mundo de la enseñanza, no van bien encaminadas lo reflejaría el contenido de las polémicas que, durante este último lustro, han llenado las páginas de los medios de comunicación. Arrojan la imagen de que no existe más problemática que la determinada por los rifirrafes mantenidos por la Iglesia y el poder político. Unos enfrentamientos alimentados incluso durante la época en que Rouco «dejó de ser presidente» de la Conferencia Episcopal Española.

Como es sabido, los socialistas se alegraron de que Rouco Varela fuera desplazado del poder episcopal por el melifluo Blázquez, «un tal Blázquez», que dijera el irrepetible Arzalluz, pero pronto percibieron que las formas suaves del mitrado de Bilbao no conllevaban ningún cambio en la ortodoxia doctrinal de la obispada. Y es que lo más parecido a un obispo es un obispo. Hablarán más alto o más bajo, sonriendo arteramente como su portavoz Martínez o con cara de arcángel como Cañizares, pero todos cantan el mismo bolero del integrismo religioso. En estos momentos, no hay, para entendernos, ningún obispo progre.

Gobierno y obispos nos han mareado con dos cuestiones políticas, presentándolas como si fueran los problemas esenciales de la enseñanza: la religión en las escuelas y la asignatura de la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos.

Sólo por evitar la tabarra que han dado, ojalá que aquel gobierno mayoritario de González hubiera mandado los Acuerdos con la Santa Sede al fondo de una fosa pelágica. No ha habido legislatura, desde 1978, en la que no se discutiera sobre idénticos asuntos. Es comprensible que la Iglesia vuelva pertinazmente sobre ellos -en este campo libra su particular guerra a favor de la pureza de su alumnado de elite y de exigir fondos para su red de enseñanza (lo del laicismo es duro pretexto ideológico)-, pero ya no lo es que el Poder Político le siga el juego hasta la genuflexión.

No niego que ambos asuntos tengan importancia, pero tanto la enseñanza de la religión como la educación para la ciudadanía, son cuestiones que no influyen en la mejora de la enseñanza y aprendizaje generales del sistema. Más todavía: mi interpretación es que la empeoran por la cantidad de efectos «colaterales» negativos que generan.

Parece mentira que el poder político se deje embaucar tan fácilmente por la Iglesia cuando, si recapacitase, pronto llegaría a la conclusión de que ambos asuntos no guardan relación de causalidad alguna con el fracaso escolar del sistema. Ni la religión ni la Educación para la Ciudadanía aportan un gramo de solución a dicho fracaso. En este sentido, la Iglesia ha tenido la suerte de contar con una clase política que en materia de enseñanza ha sido un portento de inutilidad.

Cuando se discutió la implantación de la LOE, a los partidos políticos lo único que pareció interesarles fue cómo repartir el pastel de contenidos y horarios en las comunidades autónomas. Antes de que la vicepresidenta del Gobierno y la ministra de Educación -de la que ya nadie se acuerda, y que era María Jesús San Segundo- anunciaran tras el Consejo de Ministros la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE), el PP ya había dicho que la reforma educativa «rompía la unidad de España, al no recoger un mínimo de enseñanzas comunes para todas las comunidades autónomas. Esto es un paso más en el desmantelamiento de España».

La unidad de España, como ya se sabe, es un asunto de suma capital a la hora de explicar el fracaso escolar del sistema educativo. Seguro que los bajos rendimientos del alumnado obtenidos en cálculo y en competencia lectora, según PISA, se deben a esa pésima vertebración de la España de Ortega y Gasset.

El delito estaba en el artículo 6 de la LOE que sustituía al artículo 8 de la Ley Orgánica de Calidad de la enseñanza (LOCE) del PP. La ley socialista modificó los mínimos/máximos de los horarios dedicados a las enseñanzas comunes en las comunidades autónomas, y ése fue el debate más sonado que se dio entre las fuerzas políticas e intelectuales.

Pero como digo, antes, durante y después de la aprobación de la LOE, los temas de debate han sido exclusivamente la religión y la Educación para la Ciudadanía, que también venía en el paquete de dicha Ley, y que, gracias a la Iglesia, ya no sólo rompía España, sino la familia, el espíritu de Teodorico y el derecho de los padres a hacer de sus hijos sus calcomanías vivientes cristianas. Porque si la libertad de enseñanza que defiende la Iglesia lo fuera para que los padres educaran a sus hijos en el ateísmo y en la diferencia, no tardaría en calificar dicha libertad de libertinaje.

Visto lo visto, y leído, me pregunto si estos políticos tienen alguna vez tiempo para preguntarse por qué hay tanto abandono escolar en el sistema educativo actual. En 2007, el 30,8% del alumnado abandonaba la ESO. El doble de la media europea. Se trata de un guarismo que sí debería encender las alarmas del sistema, y no si la religión forma parte del currículo, es evaluable o biodegradable, o si la Educación para la Ciudadanía convertirá a quien la estudie en ateo, en homosexual, polígamo o en demócrata del PSOE.

Al final, parece que el sistema educativo funciona fatal, porque la religión y la educación para la ciudadanía no están normalizadas, grasiento error. El sentido común y la lógica despiadada de los hechos nos proporcionarán el espectáculo de que ambas asignaturas desaparecerán del mapa escolar. Y nadie las echará en falta.

Mientras tanto, la clase política no responde al problema del fracaso escolar, que aquí he delimitado en dos cuestiones: el citado abandono escolar y la forma de enseñar y aprender en que sigue instalado dicho sistema.

El sistema de enseñanza actual está calcado del que se viene practicando en las instituciones religiosas. El Estado lo adoptó en el XIX y su finalidad consiste esencialmente en preparar a las elites. La metodología que se practica, tanto en la red pública como en la privada, es la misma. De ahí que no se entienda por qué la Iglesia se obstina tanto en que en la red pública se dé religión cuando, metodológicamente hablando, se sigue a pies separados las orientaciones del Padre Astete o del P. Poveda. Y la metodología, la Iglesia debería saberlo mejor que nadie, aunque no sea marxista, es ideología concentrada.

A pesar de los avances pedagógicos en el terreno de la teoría, el método de enseñanza sigue imitando en la práctica el modelo de la catequesis o del catecismo. Autoritarismo y verbalismo son sus ingredientes básicos. Es un método de ordeno y mando. Yo explico, tú memorizas, tú respondes, yo te examino. Su resultado más sobresaliente es el aprendizaje del aburrimiento y de la irresponsabilidad. Y el desarrollo desorbitado de las orejas.

Si fuera conductista, diría que con estos métodos saldrán de dicho sistema sujetos conformistas, conservadores, poco críticos y nada creativos. Como no lo soy, me limito a constatar que el alumnado de hoy odia el esfuerzo, desprecia el trabajo, renuncia al placer aplazado, y sólo piensa en consumir y pasárselo bien, que es lo que recomendaba R. L. Stevenson en su libro «Virginibus puerisque» y que no tuvimos la «suerte» de hacer los padres de este alumnado díscolo y vago. O, si lo hicimos, ya se encargó la realidad de ponernos firmes en nuestro sitio.

El alumnado se limita a responder a la oferta que se le hace. Bastante hace con aguantar durante quince años el mismo sistema de enseñanza, autoritario y verbalista. El sistema no los tiene en cuenta más que como objeto de enseñanza, nunca como sujeto de aprendizaje. De ahí que los métodos de enseñanza actuales favorezcan la pasividad, el escolasticismo y el aburrimiento. Si deseamos que cambien los resultados del sistema educativo, no cabe más opción que transformar radicalmente los métodos de enseñanza y aprendizaje. Un asunto que nada tiene que ver con la religión ni con la ciudadanía ésa.

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