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CRíTICA teatro

El duende

Carlos GIL

Todo es un sueño. Un sueño inducido en donde los duendes atienden a las indicaciones de un enamorado y con sus filtros confunden el objeto del deseo de los enamorados. Un sueño que redime a los personajes más atascados en sus convicciones, que transforma a los trabajadores con aficiones teatrales, que encuentran en el bosque las fuentes, los frutos prohibidos, las expresiones de los sentimientos, de las pasiones. Un sueño teatral que toma como bandera las diversas maneras de entender el amor, el deseo, la sexualidad, el erotismo. Un sueño con la libertad de fondo.

Estamos ante un montaje del que tuvimos la ocasión de ver su estreno original, allá en 1992. La memoria teatral fija sensaciones, no archiva documentos, no se puede dar fe de analogías o divergencias. Sentimos cosas muy parecidas. Se trata de un trabajo tocado por un duende. Si se hace una autopsia fría, parece imposible que pertenezcan al mismo cuerpo estético las escenas en donde el humor se basa en los acentos regionales, el catalán, los vascos, la andaluza, la gallega, un polaco, tipos y patologías, y aquellas en las que el nivel poético se sublima, la interpretación debe volar y las palabras se enciende.

Es ese duende el que consigue que todo acabe perteneciendo al mismo plano dramático. Un logro de dirección. Apoyado en esta ocasión en un reparto solvente, integrado, disfrutando del viaje interpretativo por todos los registros y por un espacio escénico realmente importante. Una versión muy ligera, asequible. Una propuesta que se mantiene lozana en su madurez.

 
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