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Mertxe AIZPURUA | Periodista

De la luna a la Luna

El martes, hace cuarenta años, el televisor en blanco y negro de casa se encendió poco antes de las 5 de la mañana. Lo que íbamos a ver era algo histórico, nos decían. Ciertamente, esperaba algo más de aquella imagen borrosa de la pantalla en la que aparecía una especie de gordo de Michelín con escafandra, de movimentos lentos y torpes, aunque la emoción que advertía en aquel especial cónclave familiar ante el televisor denotaba que estábamos ante algo extraordinario. Los niños siempre saben cuándo sucede algo importante, aunque no tengan ni idea de lo que es. Entre la chavalería hubo quien quiso ser astronauta a partir de entonces y quien empezó a buscar alienígenas en las ramas de los árboles pero, al margen de esto, cuarenta años después, la magia del satélite plateado sigue estando para cualquier niño en lo mismo que estaba entonces: en sus cambios de semblante, encabronado o sonriente; en la constante presencia tras la ventanilla del coche o en la evidencia indiscutible de que no hay lejanía en la Tierra si es la misma luna la que nos mira en cualquier punto del planeta.

Hay una luna, con minúscula, íntima y enigmática, y hay otra Luna, la de los astronautas, la NASA, el Pentágono y la guerra fría. La Luna con mayúscula es la que abandonaron los imperios cuando ya estaba todo visto y dedujeron que el terreno no servía ni para instalar un MacDonalds. Por ahora, la empresa Lunar International es la que vende lotes de terreno para que multimillonarios como el ruso Roman Abramovich le regalen un pedazo de Luna a su novia. Así de repelente es el capitalismo. Prefiero la versión de los antiguos, que pensaban que la luna era el agujero por el que miraban los dioses.

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