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«El doce» orangista, causa de conflicto en la sociedad norirlandesa

Cinco noches de incidentes acompañaron la fiesta protestante del 12 de julio y, de nuevo, las acusaciones mediáticas y políticas se han centrado en el síntoma, es decir, en la revuelta ciudadana, ignorando las causas: la prevalencia de un ritual supremacista protestante sobre la comunidad nacionalista en el norte de Irlanda.

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Hubo que esperar hasta el miércoles y tuvo que ser un diario británico, «The Guardian», el que se decidiera a mencionar lo que todo el mundo sabe pero se calla, el hecho de que la celebración del 12 de julio sigue siendo una exclusiva protestante impuesta sobre la totalidad de la población norirlandesa.

En un artículo de opinión, Laura Canning apunta correctamente a que la nueva denominación de la celebración como «Orangefest» y la financiación pública de más de 115.000 euros han sido los únicos cambios en esta festividad: «Un nombre diferente no cambia el hecho de que `El Doce' sigue siendo triunfalista y tribal y no tiene lugar en una Irlanda del Norte que esta supuestamente avanzando», afirma Canning.

Celebración de la hegemonía

«El Doce» es una celebración de la hegemonía protestante, basada en la batalla en la que el príncipe holandés protestante William de Orange -que contaba con la financiación papal- venció a las tropas del rey británico católico James.

Quizás la complicación histórica explica la de la contemporánea. Lo que no explica es la negativa de la Orden de Orange a negociar que su celebración no se transforme en el sitio de la población nacionalista del norte de Irlanda.

Hace dos días, el líder de Sinn Féin, Gerry Adams, calificó como «frustrante» la negativa de la Orden de Orange a entablar un diálogo con los republicanos sobre aquellas marchas protestantes que atraviesan zonas nacionalistas.

Para Adams, la actitud de los orangistas -cuya organización sigue defendiendo la supremacía del protestantismo en el norte de Irlanda- cuestiona el supuesto deseo de la orden de abandonar actividades discriminatorias contra la comunidad nacionalista. Adams se pregunta: «¿Cómo puede la Orden de Orange jugar un papel constructivo en la nueva situación política si se niega a aceptar el mandato electoral del mayor partido en el norte?». Quizás la cuestión es cómo pueden los orangistas justificar el hecho de marchar sin negociar con las comunidades afectadas por sus desfiles.

Es cierto que las normas de convivencia deben permitir la celebración del legado cultural de cada comunidad, pero no a expensas de otros sectores sociales. El problema es que los orangistas no limitan sus celebraciones a sus comunidades geográficas o a una fecha en particular.

Durante todo el verano y en la mayoría de las poblaciones norirlandesas, las logias desfilan sin importarles cómo su celebración afecta a las actividades del ciudadano ordinario. Por ejemplo, aunque el 12 de julio caía en domingo, los orangistas decidieron organizar sus marchas el lunes 13, sin importarles el impacto en las actividades del resto de los norirlandeses que también tienen el derecho a no celebrar, y que cada año tienen que decidir entre exiliarse por una semana o encerrarse en su casa hasta que termine la celebración, mientras las calles acaban completamente llenas de banderas paramilitares lealistas y basura.

Por ahora, un muerto -una orangista atropellada por uno de los vehículos que acompañaban su marcha-, varios policías heridos y varios miles de libras en daños son los resultados de la fiesta en la que los orangistas siguen celebrando su hegemonía en el norte de Irlanda.

Soledad GALIANA

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