El reloj queda detenido a una hora y un día determinado, aunque el tiempo avanza. Todo lo ocupa ahora el silencio y un hondo vacío. Sobre la mesa, miles de interrogantes, pensamientos cruzados e imágenes congeladas. «Es la incógnita diaria. Las veinticuatro horas te preguntas cómo, por qué, cuándo, dónde. Estas han sido las preguntas diarias durante 30, 31 y 32 años».

Porque la desaparición forzada es eso, una perpetua incógnita. «Nosotras desarmamos a los sicólogos. Hicimos una terapia de grupo no voluntaria, pero espontánea. No había libro de sicología que explicara el fenómeno de la desaparición y cómo elaborar el duelo. Es como tener un cementerio sin muertos», relataba a este medio hace dos años Nora Cortiñas, cofundadora de las Madres de la Plaza de Mayo-Línea Fundadora.

Su hijo, Gustavo, fue secuestrado-desaparecido el 5 de abril de 1977 cuando iba al trabajo. En su lucha por la verdad se topó con infinidad de obstáculos, pero también con la mirada y los ojos llorosos de muchas madres, que sin necesidad de hablar, sabían que algo muy profundo las uniría por el resto de sus vidas. Su encuentro fue una especie de «catarsis colectiva». Y en ese tránsito, Nora también tuvo que hacer frente a la incomprensión y el silencio de aquellos -probablemente la mayoría- que preferían no oír, no sentir, no enterarse, no preocuparse, no mirar, no saber. «Nos decían que `si no ha hecho nada en algún momento aparecerá', que `en algo andaría`, que `por algo será'. Eran frases de los militares, pero también de una parte de la sociedad», recordaba

Historias humanas como ésta resultan muy impactantes, pero también ciertamente lejanas en el mapa. Pero desde hace tres meses en Euskal Herria reflexiones como las de Nora y otras tantas personas en su misma situación tienen un significado mucho más directo, un sentido mucho más intenso. Y más aún cuando en este país no hay siquiera aquellas frases lacerantes de incomprensión, sólo silencios espesos y sórdidos. Cuando hasta las desapariciones desaparecen.