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Antonio Álvarez-Solís periodista

Políticas sin decoro

Alrededor del panorama político y las relaciones entre Euskal Herria y el Estado español, el periodista madrileño aborda conceptos como el decoro y la dignidad, que une de forma indisoluble a la libertad y a la justicia cuando afirma que «cuando se vive con decoro, o sea, con justicia y con libertad cabe decir que se vive dignamente».

Las acciones públicas, sobre todo, han de revestirse de circunspección y gravedad. Es la faz sensible de las mismas; su parte primera en valor y significado. A eso se llama decoro. ¿Término retórico? Puede que ahora se estime así, pero lo que no es decoroso resulta obviamente indecoroso. ¿También conclusión retórica? Es difícil hoy predicar algún tipo de circunspección o prudencia que no sea calificada de retoricismo aunque lo evidente es que esas observancias conducen a la vida digna. Pero ¿qué es la dignidad? El diccionario maestro dice de ella que es «cualidad de las personas por la que son sensibles a las ofensas, desprecios, humillaciones o faltas de consideración». Añadamos que si se reciben ofensas, desprecios o humillaciones tampoco se puede decir que se viva con libertad, ya que todo ello supone violencia que lastra la libertad.

Está, pues, todo enlazado: la dignidad, el decoro, la libertad. Es más, cuando se vive con decoro, o sea, con justicia y con libertad cabe decir que se vive dignamente. Vivir dignamente es importante, quizá lo primero que califica a la vida. Se tenga o no por retórica en este zarrapastroso mundo nuestro, la dignidad encarnada en el ciudadano o en el pueblo al que pertenece el ciudadano compone el primer perfil de la existencia. Los moralistas hablan incluso de pobreza digna. Puede que esta afirmación sea también retórica, pero los pueblos viven de «ser» más que de «tener». Hiere más el lanzazo del desprecio, que la misma escasez de cosas. Ahí se inició la mortal debilidad del colonialismo, que traía cosas en muchos aspectos al colonizado, pero le privaba de dignidad. Erik Fromm escribió páginas magistrales acerca de este asunto de «tener» o «ser». En principio «ser» constituye una fontana inacabable de dignidad y satisfacciones y «tener» es un pozo muy limitado de contenido. Junto al cadáver del «tener» siempre acecha el pico curvo del buitre.

Todo esto solea mi pensamiento sentado en la muga de Euskadi con España. La dominación española, que ahora se desnuda procazmente, hiere la dignidad de los vascos, atenta a su capacidad de «ser». Los vascos pueden discutir sin tienen más cosas con España o las podrían tener sin España clavada en el lomo. Pero para penetrar limpiamente en esa discusión es preciso que España sea ante todo circunspecta, respetuosa, razonable. Y ser circunspecta consiste en reconocer que la palabra de España sola es una palabra sepulcral, menospreciadora, ya que ofende al vasco, le desprecia, le humilla. La palabra española se convierte en unilateral y tiende a sepultar al vasco. Sí ¿dónde está Jon?

Todo esto que digo sentado con paz interior en la muga ¿es retórico? Yo no sé si coincido en la pretensión de libertad con los que manejan pistolas o con quienes hablan de lo mismo sin empuñarlas; en cualquier caso trato de esgrimir dignamente la palabra. Y la palabra ¿es arma o es luz? ¿es harapo o viento de cumbre? Es muy complicado manejar el pensamiento a la sombra del que jura y condena a los que no juran como si tendiese su red de arácnido sobre la mariposa. ¿Puedo hablar decorosamente, decir con dignidad? Esta es la cuestión. Además mi dignidad no puede vivir si la afrenta el «otro» indigno. La dignidad y la libertad constituyen un fluido común. Sirven de soporte a los que conviven, superviven o se desviven. Si alguien contamina ese fluido con indignidades envenena la convivencia e impide la dignidad de todos, que se hace con masa de libertad tras añadirle el fermento de la igualdad a fin de que no quede ácimo el producto y hagamos un pan como unas hostias. ¿España pretende hacer pan ácimo con los vascos? Parece eso.

Hagamos un aparte: dignidad no es amor propio, que nace de la voluntad estéril de enfrentamiento y transmite soberbia. Valga esta aclaración para evitar terceras y cuartas acepciones, que aparecen por la degradación de la palabra en el uso cotidiano y vulgar. Yo no creo que Euskadi trate de enfrentarse a España, sino más bien de desenfrentarse. La amistad necesita siempre un metro de terreno neutral por medio, que es donde se pone el vino que compartir. Pero España no tolera ese metro de separación y el vino se derrama en la pataleta. ¿Por qué esa postura sempiterna de España? España perdió así muchas cosas. Como las familias hidalgas que se sacudían una miga de la barba por fingir que habían comido, España siempre quiere tener su pobre. Un pobre que cuide el jardín reseco de su hidalguía, que sacuda las alfombras heredadas y que repinte los desconchados de su gran edificio barroco a cambio de un plato de sopa presupuestaria. Un pobre sin dignidad, repleto de ayes y abrigado con el papel de una bula. ¿Por qué España necesita siempre un pobre al que poner cubierto desportillado en la mesa de servicio? Ahí está una gran cuestión histórica sin cuya aclaración se hará materialmente imposible disertar sobre la acritud española. Porque España es agria, presuntuosamente agria.

El comportamiento español más reciente respecto a Euskadi nos traslada vientos de tercio flamenco. En todas las decisiones políticas de Madrid acerca de la nación vasca se descubre un fondo de ocupación, una voluntad de exterminio de libertades muy viejas que han pervivido a pesar de tan áspero y largo dominio. No importa que ciertos vascos, sobre todo algunos finos representantes de la riqueza, vean a su nación como un dominio conservado desde la Corona española y en el cual luzcan la casaca cortesana. Esos vascos no son el «populos», la mielina que protege y conserva la energía nerviosa de la nación euskaldun. Son vascos «para» y «por». Al menos esa impresión producen en el observador que, como yo, por mínimo ejemplo, anda caminos azarosos en esto de la nacionalidad por venir de sangres diversas y lejanas.

Decían que los tercios de Alba, por volver al tema, escalaban los muros de las ciudades flamencas no empujados por la arenga patriótica previa al combate sino por encontrar dentro de los muros asaltados desde el sencillo pan que necesitaban hasta las piezas doradas que podrían redimir la miseria del veterano cojo salido de tierras de encinal o trigo solitario. Había en los tercios esa voluntad de vencer que explicaba, sin otra cosa, el afán de tener algo. Les empujaban, como no, mandos vestidos con terciopelo veneciano, que andaban con paso corto y vista larga, pero sin circunspección ni gravedad alguna.

La circunspección... Se echa de menos en todo este endemoniado negocio de la libertad fingida y la justicia inventada. Si no fuera por la mala digestión histórica del poder España habría ya convocado a conferencia a los vascos para escuchar su queja y resolver en consecuencia ¡Válgame Dios que sencillo es tal proceder y además acertado para encontrar el camino! Claro que así como España creó el primer Estado de Europa encabalgando en la cama de campaña cuerpos tan dispares podría también encabezar, de proceder con la gravedad de la justicia, la natural descomposición de otros Estados europeos que escuchan en sus cuadernas, hace ya siglos, el apetito de las correspondientes y hambrientas carcomas. El Tribunal de Estrasburgo debió percibir el cric-cric del coleóptero y prefirió salvar a cien culpables que absolver a un inocente. Todo es cuestión de invertir con descaro lo adverbial.

Pero ¿cómo evitar con ese comportamiento jacarandoso de Madrid que las gentes se duelan, que se apriete la piña familiar del golpeado y que todo ello desemboque, como natural consecuencia, en reyertas que nadie quiere salvo el jardinero que, muy puesto en el disparate, dice fumigar la planta para salvarla?

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