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Alvaro Reizabal Abogado

La marea negra llega a la ikastola

 

Ha costado alcanzar el final de julio, inicio de las vacaciones para muchos, entre los que me encuentro. Ha sido duro por el trabajo, que obsesivamente hay que acabar antes del verano, como si el uno de agosto fuera el fin del mundo, y por otros acontecimientos que paso a narrar a continuación.

Hace pocos días un niño me cedió el asiento en el bus. Puede tratarse de un chaval encantador, quizá excesivamente escrupuloso en el cumplimiento de la educación recibida de respeto a los mayores, pero a mi longevo tío José Luís le pasó la primera vez superados los ochenta y se cabreó porque le habían tomado por un viejo. Yo agradezco el detalle, pero preferiría que no se repitiera en algún tiempo.

Dos días después iba a trabajar cuando aún no han puesto las calles. Un grupo de supervivientes del Jazzaldia del día anterior, se partían de risa echando miguitas a los parias de la tierra que íbamos a currar a esas horas y jugaban a adivinar la profesión de los aún escasos transeúntes. Cuando pasé yo, periódico en mano, cual mozo sanferminero, el cachondeo arreció y, a coro, me cantaron el «Funcionario feliz» De acuerdo, se encontraban en avanzado estado de embriaguez, pero uno tiene su corazoncito, y a esas horas es más sensible.

Claro que esto no hubiera sido para tanto si no fuera porque al atardecer decidí darme un baño en una piscina cercana a mi casa. Salí de trabajar y, raudo y veloz y sudando a chorros llegué a la entrada. Allí me informaron amablemente de que podía pasar, pero no a bañarme. Pregunté el motivo de tan injusta limitación y me informaron de que la causa era que un niño se había cagado en el agua, respondiendo yo, que tratándose de un niño sería en la piscina pequeña, pero me aclararon que el angelito había dejado su cálido recuerdo en las dos.

Salgo del gigantesco deposito de heces y me doy de frente con Gotzon, el querido amigo de los tiempos de talego -más entrañables, si cabe, que los de la mili, que la desgracia compartida une mucho-. Y va y me cuenta otra cagada, pero en este caso no de un niño, sino de su maestro. Resulta que su hijo Julen, de doce años, concebido en prisión, y que tenía cuatro cuando el padre recuperó la libertad, lleva ocho yendo a la cárcel a visitar a su tía, detenida al mes de la libertad paterna. El otro día celebraban en la ikastola el fin de curso y cada chaval tenía que cantar una canción que previamente dedicaba a quien quisiera. Julen, dedicó su canción -con todo respeto- a los presos políticos vascos dispersados. Inmediatamente el maixu, sin duda demócrata de toda la vida y paladín de la libertad de expresión, le arrebató el micro alegando que algo así no podía decirse en ese contexto, y el chaval y los presos se quedaron compuestos y sin canción. ¿Hubiera sido la misma la reacción del censor si la dedicatoria hubiera sido para las victimas del otro bando del conflicto?

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