Raimundo Fitero
Dos minutos
Cada día, o cada noche para ser exactos, aparece en su canal Veo7, Pedro J. Ramírez y suelta un discurso. Podría entenderse que se trata de una editorial, pero el tono empleado lo convierte más en algo que está por encima de toda coyuntura, aunque trate de asuntos de actualidad. O de rabiosa actualidad. Como se puede comprender sus dos intervenciones de miércoles y jueves estuvieron cargadas de emoción contenida, de un rictus que intentaba transmitir una preocupación mezclada con un sentido dolor por los trágicos acontecimientos. De alguna manera, marcaba un perfil de visceralidad bastante más bajo que alguno de sus habituales tertulianos en el programa donde aparece.
Aquí lo que nos interesa resaltar es el estilo. Esta presencia diaria requiere de un esfuerzo especial, de un equipo, desde los guionistas a los cámaras, pasando por iluminadores, vestuaristas y maquilladores. Porque es evidente que desde que aparece en primer plano, o en plano medio o americano en pantalla el pelo se le ha tornado de un color azabache inmaculado, su tez aparece con saludable color tostado y la composición de su gestualidad, su dicción y su vestuario forman parte de una puesta en escena. Hay días que junto a la imagen del Gran Comunicador, aparece texto escrito, es decir nos recuerda que normalmente ese texto lo está viendo en letras ampliadas el propio oficiante y por eso esa prosodia tan cortada, tan enfatizada, tan ensayada que le confiere un tono entre mágico e irreal.
Siempre en mangas de camisa, con unas corbatas que parecen formar parte de una pelea encarnizada entre las rayas y los círculos, en una dialéctica cromática que se atraviesa por el dogmatismo de unos tirantes que acotan y definen, para que la mano izquierda sujete unas gafas. Este es el detalle institucional, su concesión intelectual, su unión con la presbicia o la miopía convertidas en un signo de distinción. Su otra mano, la derecha, asienta sus opiniones en verticales ejecuciones y sus silencios, sus preguntas con los cejas levantadas, nos descubren a un telepredicador que dedica dos minutos diarios de su fértil vida a enseñarnos la verdad y sus metáforas.