Jorge Majfud Escritor uruguayo
Honduras y las clases sociales
El autor del artículo argumenta y demuestra, en el marco del análisis del golpe de Estado en Honduras, la existencia de un sistema de clases bien definidas en el país centroamericano. Un sistema que está en el origen de la situación actual y en el que se comprueba la persistencia de una clase dominante mínimamente instruida y otra mayoritaria, oprimida y sin acceso a la educación secundaria.
Desde Caracas, desde Lima, desde Tegucigalpa me reprochan que hablar de clases sociales para analizar el golpe en Honduras es un cliché pasado de moda. Sí, es un cliché pasado de moda. Y una realidad actual, también. La posmodernidad emprendió una larga campaña cultural e ideológica en el último tercio del siglo XX para derogar conceptos binarios y dicotómicos como opresor/oprimido, rico/pobre, blanco/negro, hombre/mujer, etc. Al eliminar el primer par desaparecía de forma automática cualquier idea de imperialismo, de colonialismo y de machismo. Así, toda realidad era una isla que poco tenía que ver con el resto, diferente a lo que afirmaban los anticuados estructuralistas. El pobre no tenía nada que ver ni que reclamarle al rico ni viceversa; una colonia no era el resultado de la existencia del colonizador ni la «mujer femenina» era el resultado del hombre masculino. Lo mismo los países, las culturas, las historias. Islas, átomos, universos independientes, sociedades autistas. Libres como un pájaro (que está condenado a volar y a emigrar). También en este sentido el posmodernismo fue anti-humanista.
Pero las clases sociales todavía existen. Han existido desde hace algunos milenios y su lógica ha funcionado con mucha claridad hasta en las sociedades de gorilas y de chimpancés. Para los conservadores, esta observación sería un argumento a favor de las clases sociales. «Así es desde que el mundo es mundo», es el lema reaccionario. Para los humanistas progresistas es un argumento en contra, ya que muchos defendemos la teoría de la Evolución. Como hemos problematizado en muchos otros ensayos, el progresivo incremento de las libertades individuales desde el fin de la Edad Media no ha sido en detrimento de la igualdad sino a su favor. Y viceversa.
En América Latina la clase dominante solía ser un pequeño grupo de criollos blancos, educados, actores principales en la política, el gobierno y los negocios. La mayoría de la población estaba casi resignada a seguir los pasos de su clase social. Si alguno se desclasaba, esta excepción era publicitada pero no abolía la regla.
Con suerte, el sistema de clases sociales es mucho menos rígido que el de castas en India. Hoy en día es menos fuerte y en eso consiste el desarrollo. Pero existe, sobre todo en países como Honduras donde casi todos los medios importantes de información y de formación de opinión pertenecen a unas pocas familias, a reducidos y casi impenetrables círculos de influencia. Y esos medios han practicado desde siempre una campaña a favor de un anacrónico sistema de clases sociales.
Su más reciente papel lo tuvieron en el golpe de Estado. No porque Zelaya fuese un ejemplo de político democrático sino porque puso en riesgo el control político de su propia clase. A ese monopolio lo han llamado, estratégicamente, libertad de prensa, libertad de expresión. Con suerte, un campesino hondureño es libre de gritar en la plaza del pueblo para que lo escuchen cien personas. ¿No es suficiente? Entonces, según esta ideología hegemónica, el inculto es un maldito revoltoso que quiere eliminar la libertad de expresión, romper el orden democrático y secuestrar a los niños para adoctrinarlos.
Hasta entrado el siglo XX los indios en América Latina recibían terribles palizas por desobedecer a sus patrones. Pero lo agradecían. El sistema de «indios pongo» los obligaba moralmente a trabajar gratis. Los indios llevaban los rebaños de una estancia a la otra sin la tentación de robar de vez en cuando una oveja. Razón por la cual en países como Bolivia y Perú el desarrollo ferroviario fue raquítico, en comparación a otros países de la región. En premio, el discurso dominante los describía como corruptos, holgazanes e inmorales. Porque eran pobres y sus placeres eran tan baratos como el aguardiente. Cuando un ejército patriótico y hambreado pasaba por su miserable choza, impunemente violaba a su mujer y robaba sus pocas ovejas. Cuanto menos autoestima, mejor. También los esclavos africanos azotaban a otros esclavos inferiores en la escala para sostener el sistema de privilegios. Los azotados lo agradecían porque las palizas, como exorcismo moral, los ayudaban a no ser «malos negros» que olvidaban su condición natural de animales inferiores.
Es decir, que la opresión de un grupo por otro (una clase sobre otra, una raza sobre otra, un género, un sexo sobre otro, un grupo financiero sobre otro, etc.) sólo es posible por esa colonización moral, por esa moral del oprimido. Y para eso había que poseer la mayoría de los medios de prensa «más prestigiosos e influyentes».
La estructura social de Honduras hoy es casi la misma de hace décadas. No es difícil identificar su clase dominante, con cierta educación, la mínima necesaria para ser los señores neofeudales de la «república». Los reconocerás por sus nombres, por sus métodos, por sus ostentosas propiedades, por sus viejos y conocidos discursos que como en la época de Franco en España, de Pinochet en Chile, de Bush y tantos otros en los Estados Unidos, apelan al patriotismo, a la tradición, a la religión y a la libertad para justificar su poder político, ideológico y financiero. Y en las últimas décadas Cuba también. Con la excepción del adoctrinamiento religioso, Cuba se ha vuelto otro tipo de sistema conservador y cerrado. El proyecto humanista, joven y utópico de los inicios de la Revolución cada vez es un recuerdo más lejano.
Por otro lado, Honduras, uno de los países más pobres del continente, se compone de una extensa y mayoritaria clase de campesinos, obreros y pequeños comerciantes que nunca han accedido a una educación secundaria y menos a una universidad. No para que todos seamos doctores, sino para que cualquier obrero sea un productor capacitado, intelectualmente creativo y con el goce de tiempo libre para construirse como ser humano.
Si todo esto no es opresión de clase, llámelo como quiera. Pero esta realidad seguirá estando ahí aunque se la maquille y se la trasvista.
Claro, todos debemos hacernos responsables de nuestro destino. En gran medida lo somos. No merece lo mismo alguien que se sienta a esperar que caiga un fruto sobre su boca que aquel otro que trabaja todo el día para que el milagro se produzca. Pero nadie tiene una libertad absoluta y unos son más libres (socialmente) que otros. Miremos a nuestro alrededor y preguntémonos si todos somos igualmente libres.
El poder existe. Existe el poder muscular, el poder económico, el poder político, etc. Cuando un grupo cualquiera impone sus intereses sobre otros cuando puede obtener más beneficios inmediatos que recurriendo a la colaboración, a eso llamo tener el poder. Este poder posee, además de fuerza muscular, una voz seductora, cuando no intimidatoria, fácil de producir ecos en todos los rincones. Las mentiras del poder no son eternas, pero pueden sobrevivir generaciones o lo necesario para confirmar que la justicia que tarda no llega.
Nuestra visión humanista entiende que a largo plazo la colaboración es más beneficiosa para el desarrollo y progreso (perdón por la mala palabra) de todos. Pero los conservadores no están interesados en esperar tanto. Ellos lo ven todo como un archipiélago de islas rodeadas de murallas, una de las cuales es la elegida de Dios, bajo la pax romana, la paz de los cementerios o combatiéndose unas a otras al tiempo que acusan a los progresistas de alimentar el odio de clases. Si de eso no se habla, eso no existe.
Es el antiguo recurso de arrancarle los ojos a un pájaro enjaulado para que cante más y mejor.
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