Nicola Lococo Filósofo
Regalos aqueos
Creo innecesario estar familiarizado con la «Teoría del gen egoísta» propugnada por Dawkins para intuir que solidaridad, altruismo y amor no tienen raíz distinta a la del egoísmo, dado que «el amor a los demás empieza por uno mismo». Sea entonces la generosidad, sospechosa de rendir cuentas más al remitente que al destinatario, como bien recoge el beato dicho «cuando la limosna es mucha, el santo desconfía». ¡Y no es para menos! Abundan fábulas, cuentos y leyendas que ilustran la enseñanza anotada: ahí tenemos las promesas del genio de la lámpara, la manzana que entrega la madrastra a Blancanieves... pero el que mejor ilustra el peligro que encarna un regalo en sí mismo considerado es el famoso caballo de Troya, obsequio que los aqueos dijeron legar a los defensores de la ciudad en reconocimiento a su valor y coraje.
Y es que, entre nosotros, donde la buena educación recomienda dar de continuo las gracias y contestar de buen grado «de nada»... aquí nadie regala nada a cambio de nada. Aunque ello encierre la paradoja lingüística de la equidad entre la nada otorgada y la nada recibida, en verdad se apunta a todo lo contrario: que cuanto se ofrece como donación, cuando menos se recupera en prebendas. La propia cotidianidad da buena muestra de ello, pues los regalos, sean de boda o de cumpleaños, llevan aparejados en correspondencia un opíparo convite y hasta la cabalgata de los Reyes Magos comporta el paternal chantaje de tenerse que portar bien al menos desde que es Navidad en El Corte Mangueís. Sólo la palabra «gratis» resiste tanta desconfianza, cosa de la que se ha percatado la publicidad, que rehúye como gato al agua asociar sus productos a los regalos de promoción, pues se ha comprobado que los bocados y mordidas que da el caballo no compensan su adquisición, se le mire o no el dentado.
Los regalos en política no gozan de otra condición que la de soborno solapado, reminiscencia de aquel tiempo en el que a reyes, caudillos y sátrapas se les agasajaba con presentes y tributos para gozar de su favor, costumbre ésta más extendida en el mundo latino que en el anglosajón, del que deberíamos aprender en estas artimañas y corruptelas, pues no es que no las acometan, sino que lo hacen de un modo más sofisticado, más evolucionado y, me atrevería a decir, hasta más cívico, pues a diferencia de nosotros, que procuramos influir en los gobernantes mientras los mismos detentan y ostentan el poder persuadiéndolos por medio de toda suerte de especie, con los riesgos que ello supone para ambas partes, aquéllos utilizan la fórmula inversa: es el gobernante quien otorga favores y privilegios a cambio de absolutamente nada a los lobbies y nada recibe durante su mandato, salvo elogios y campañas mediáticas. Es después, abandonado el poder, cuando el gobernante que se ha portado bien empieza a cosechar todo ese caudal acumulado de crédito no percibido en forma de conferencias retribuidas muy por encima del valor del mercado, o contratado como asesor por las grandes empresas a las que su anterior gestión ha beneficiado, quedando todo ello en una esfera fuera del alcance de auditorías y pública supervisión a la que se ve sometido el gobernante durante el periodo de su mandato.
Para nuestra sociedad la recepción y donación de regalos a nuestra casta política es sumamente perjudicial, sea en su forma tradicional o atrasada del regalo convencional, sea en su modo sofisticado del modelo anglosajón como metarregalo pues, en cualquier caso, sólo pueden ser contemplados como regalos aqueos, auténtica trampa y ardid que puede llevar al desastre a toda una nación. Y adviértase la sinalefa de regalos aqueos que lleva implícita asociar al regalo el saqueo de nuestras arcas y de nuestros impuestos.