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El problema no es la baraja con la que se juega, sino cómo se establecen las reglas del juego

En un macabro juego de marketing político, tras la invasión de Irak los responsables militares de la Administración Bush imprimieron un juego de cartas con las caras de los «terroristas más buscados». El mandatario tejano continuaba así una vieja tradición del lejano Oeste: la de poner carteles ofreciendo recompensa a quien diese información sobre determinados forajidos o, directamente, a aquel que ofreciese pruebas de haberlos eliminado. Se trata del clásico «Wanted, dead or alive» de los western. A principios del año pasado tan sólo 10 de los 55 iraquíes que aparecían en aquellas cartas permanecían en paradero desconocido. El resto o bien ha- bían sido detenidos o bien habían muerto. El caso más significativo es el del as de picas, Saddam Hussein, que fue capturado y posteriormente ejecutado en una horca.

Sin embargo la situación en Irak y Afganistán evidencia que el juego no ha terminado. Esta misma semana los respectivos movimientos armados de resistencia han cometido una serie de atentados de gran impacto político, contra el cuartel general de la OTAN en Afganistán y contra cinco ministerios en Irak, además de diversos ataques contra tropas y atentados en diferentes ciudades. En el caso de Irak los atentados han mostrado de nuevo que la denominada «zona verde» de la capital, considerado un espacio seguro en el que se encuentran la mayoría de edificios oficiales y embajadas, no escapa a los zarpazos de la resistencia. Los atentados evidencian también que los mandos norteamericanos han mentido a la hora de justificar el repliegue progresivo de sus tropas y el trasvase de las mismas a Afganistán. Asimismo, ha quedado claro que los supuestos avances realizados en el frente afgano no son tales, y que los ocupantes van a encontrarse con una fuerte resistencia en ese país.

En este último caso, además, los ataques se han multiplicado en vísperas de unas elecciones impulsadas por las potencias occidentales. Las elecciones han evidenciado que la democracia no se exporta, que la libertad no se impone y que la ocupación es la causa de la mayoría de los problemas que afrontan esos dos países en este momento. En el caso afgano, por ejemplo, la estrategia de apoyarse en diferentes «señores de la guerra», armando a auténticos genocidas y concediéndoles inmunidad, es uno de los más graves problemas que tienen los afganos, pero también los ocupantes. En ese contexto ha transcendido que la Administración Obama suspendió recientemente un programa secreto de la CIA a través del cual los servicios de espionaje norteamericanos habrían contratado a mercenarios para eliminar a líderes de Al Qaeda. Según ha publicado «The Washington Post», se pagaron grandes sumas a empresas de seguridad privadas para llevar a cabo esas ejecuciones por orden del entonces vicepresidente, Dick Cheney. El juego de las cartas otra vez.

Cartas marcadas o un juego distinto

Volviendo a Euskal Herria, esta semana hemos visto cómo, tras haber convocado a las cámaras, un policía español retiraba un cartel con las fotos de los militantes de ETA más buscados en 2007, destacando que tras la operación desarrollada en el Estado francés todos ellos han sido detenidos. El Ministerio de Interior pretende así neutralizar las críticas -aunque éstas tan solo se hayan dado a nivel privado- a su postura belicista e intransigente, claramente debilitada tras los últimos atentados de ETA. El adversario también juega.

Del mismo modo, la obsesión por borrar la memoria de los presos políticos y la denuncia de sus condiciones de vida de las calles de Euskal Herria se está plasmando en la prohibición de diferentes actos de protesta, lo que a su vez ha provocado graves disturbios que han tenido como efectos detenciones, heridos, denuncias y respuestas.

No cabe duda que los juegos de la guerra se pueden alargar hasta la eternidad cambiando la baraja por una nueva, con nuevas caras. Cabe incluso aceptar que esa inercia entra dentro de las funciones de los mandos militares. Lo que hay que cuestionar es si éstos deben de tener capacidad para imponer su criterio sobre el resto. El poder que ostentan los securócratas en el Estado español deja en mano de tahúres el valor de palabras como «democracia», «libertad», «justicia»... e incluso «seguridad».

Lo realmente difícil es cambiar de juego, negociar a qué jugar en vez de imponer nuestros deseos sobre el resto, establecer unas reglas comunes para todos y no obligar al otro a jugar a nuestro juego hasta que nos apetezca.

Tras la muerte de Franco, en el Estado español se impuso «el tute» por medio de la amenaza militar y de los decretos. Las falsas promesas de que los «hijos de la democracia», las generaciones nacidas después de la muerte del dictador y las naciones oprimidas hasta entonces podrían jugar a la cometa, al fútbol, al mus o a aquello que les apeteciera pronto se vieron truncadas. Los comunistas españoles perdieron la partida de antemano, los socialistas pronto se convirtieron en ludópatas y los franquistas hicieron bueno el dicho de «la banca siempre gana». Algunos nacionalistas vascos, catalanes y gallegos pensaron que las fichas que les habían dado durarían eternamente, hasta que se las birlaron con trampas de manual. Es hora de cambiar de juego. Hay que proponer nuevas reglas para poder crecer en libertad.

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