Obama levanta las alfombras de un sistema que necesita mucho más que un escobazo
En 2007, el cineasta estadounidense Michael Moore rodó «Sicko», cinta que definió sarcásticamente como «una comedia sobre 45 millones de personas sin sanidad pública en el país más rico de la tierra». Espectadores de todo el mundo tuvieron ocasión de sorprenderse, y de espantarse, con casos como éste: una mujer de clase media y con buen puesto profesional se veía al borde de la ruina y obligada a cambiar de casa al tener que adquirir unas pastillas para el cáncer que le costaban 250 dólares. Pues bien, esas mismas pastillas se las facilitaron en Cuba, a sólo unos kilómetros, exactamente por diez céntimos de dólar.
Sobra decir que «Sicko» no sólo fue recibida con furibundas críticas por parte de las grandes compañías de seguros médicos privados, sino que Moore fue tildado de socialista y de antipatriota, e incluso sufrió una investigación oficial por parte de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros del Departamento del Tesoro por haber viajado a Cuba para rodar imágenes de los enfermos estadounidense que acudían a la isla para poder ser atendidos. Evidentemente, tanto la Administración Bush como muchos de los poderosos lobbys que proliferan en torno a ese sistema político preferían que sus miserias siguieran ocultas debajo de la alfombra.
Su poder es tal que todo un Bill Clinton claudicó después de lanzar un borrador de plan de «sanidad universal» para todos sus ciudadanos. Ahora, Barack Obama se declara dispuesto a coger esa «patata caliente» que se ha convertido ya para la mayor parte de los estadounidense en la clave que decantará su éxito o fracaso, por encima de sus decisiones en política internacional.
El «primer mundo», epicentro de la crisis
Si impactante es que en Estados Unidos un volumen de población similar al del conjunto del Estado español (46,3 millones de personas) no tenga ninguna cobertura médica, el análisis de otros datos laterales de esta problemática resulta demoledor. Conforman un retrato de todos los «mundos» que subsisten en condiciones de exclusión, ocultos o semiocultos, dentro de un «primer mundo» caracterizado por la injusticia. Por ejemplo, de esos 46 millones de desasistidos, entre 10 y 12 millones son inmigrantes «sin papeles», que seguirán excluidos de un eventual sistema universal público según ha admitido Obama. Y mientras entre la población blanca sólo el 10% no tiene seguro médico, entre los asiáticos el porcentaje crece hasta el 16,8%; entre los negros, hasta el 19,5%; y entre los latinos, hasta el 32,1%.
Estados Unidos es el único país del mundo occidental en que el gasto privado en materia sanitaria supera al público. Y, en consecuencia, la industria de la salud se ha convertido en un floreciente emporio, hasta el punto de que en los años 90 no dudó en destinar unos 100 millones de dólares a sabotear el plan de Clinton.
No es difícil trazar un paralelismo entre estos desmanes y los que han dado pie al crack financiero mundial, también con epicentro en Estados Unidos pero cuya onda expansiva se ha extendido a todo el planeta. Transcurrido ya un tiempo considerable desde que estalló la burbuja y cuando se empieza a hablar de horizontes de recuperación, no se atisba ninguna señal de que se vaya a producir un cambio profundo de filosofías y modos de actuar, ni siquiera en la epidermis de las formas.
Como ejemplo, la reunión preparatoria de la cumbre del G-20 celebrada el pasado fin de semana deja sin cerrar algo que parecía imprescindible al menos para maquillar escándalos tipo Madoff: poner límites a los multimillonarios bonus a los directivos bancarios. El siste- ma capitalista, neoliberal y privatizador ni siquiera se ve necesitado de un lavado de cara. Y esto supone un fracaso rotundo para las izquierdas del mundo occidental, que han dejado pasar la oportunidad de mandar al rincón de la historia un sistema injusto y excluyente.
«Ahogamiento simulado» no es «la bolsa»
Finalice como finalice su plan, a Barack Obama habrá que agradecerle al menos que haya levantado esas lujosas alfombras que ocultan debajo capas y capas de polvo acumulado durante décadas. Y especialmente reseñable, sobre todo desde la perspectiva de Euskal Herria, es la claridad con la que ha hecho aflorar la práctica de la tortura. Probablemente la nueva Administración no purgará responsabilidades por ello, pero visto desde este país supone un hito el reconocimiento público de que la CIA aplicó a los detenidos y encarcelados tormentos como el «ahogamiento simulado». Y resulta sonrojante que muchos medios españoles y vascos escriban y editorialicen sobre esos manuales al parecer tan inaceptables y crueles cuando ocultan sistemáticamente las denuncias de «la bolsa» hechas en Euskal Herria.
En este ejercicio de ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio, esta semana ha tocado silenciar la denuncia de los detenidos en la batalla campal de Leketio. Han explicado que no sólo sufrieron un arresto muy violento, sino que además fueron golpeados en comisaría por la Ertzaintza. El consejero de Interior, Rodolfo Ares, se fue del Parlamento sin explicar -ni tener que explicar- si efectivamente cuatro de los arrestados fueron traslados al hospital y por qué, algo que en realidad ni debe considerar importante después de que en este verano hayan sido decenas y decenas los ciudadanos apaleados impunemente por su ideología política.