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Josebe EGIA

Televisión obstáculo

No hay nada como estar enferma unos días para enterarse de todo lo que se cuece por ahí, por ejemplo, en la televisión. Porque claro, metida en cama leyendo absolutamente todo lo que se pilla alrededor llega un momento en el que pasar páginas se torna verdaderamente cansino. Y al final una se atreve a poner la tele, a ver si hay algo interesante. Pero no hay manera. Yo, por lo menos, he salido completamente alucinada de esta pequeña convalecencia. Puede ser que el impacto que me tiene sobrecogida se deba a que casi nunca veo la tele, soy una auténtica consumidora del DVD y de toda película que se precie, pero tele, lo que se dice tele, nones. Y para una vez que le he dado una oportunidad, me ha indignado y preocupado.

Es preocupante, entre otras cuestiones, pero sobre todo, en la medida que conocemos la atención, traducida en horas de verdadera dedicación, que le prodiga la gente joven. En la medida que conocemos, de sobra, la gran influencia que tiene en la opinión pública, en crear modas, personajes admirados u odiados y hasta objetos de obsesión. Pero su gran poder, al igual que el del cine, reside en sacarnos un rato de nuestra realidad, en ser creadora magistral de fantasías, espejismos, ficción; ficción que una mente joven e influenciable -constantemente bombardeada con imágenes y sutiles asociaciones, jerga y juerga, moda, la guapa y el guapo, si pelín cabrón el summum del erotismo- para la que la aceptación de los demás es imprescindible como componente principal de su felicidad, absorbe como esponja, absorbe y digiere como realidad, aun con sospechas de que su mundo no se le parece mucho, realidad a la que mejor parecerse lo más posible, realidad en la que mejor no desentonar.

Y así es como gracias a tele series tan estupendas, realistas y bellas, pues todo dios es de una belleza pasmosa, como «Sin tetas no hay paraíso», «60-90-60» -solamente los títulos merecerían un aparte bien encendido- o «Física y química», tenemos a una gran parte de la juventud femenina camino del surrealismo más espantoso. Una juventud femenina machacada: niñas vestidas cual sus ídolos, o sea, semidesnudas, con tacones imposibles -legiones de columnas dañadas-, tratando de aparentar una edad que ni se acercan, un «encanto» del que nadie parece tomarse el trabajo de hacerles entender que no tienen ninguna necesidad, una actitud tan artificial y sobrecogedora, con el único objetivo de atraer al chico adorado, que más que nada producen pena.

Esté en la calle, todos/as lo vemos. Chavalas reproduciendo, a lo bestia además, los estereotipos femeninos con los que, en nombre de la dignidad, la igualdad y el respeto hacia el género femenino, luchamos por acabar de una vez, en todos los ámbitos. Pero ahí tenemos la tele, y sus responsables, para no dejar que ocurra. Para perpetuar, mediante nuevas imágenes, iconos y subcultura, la esclavitud de la mujer que vendrá. A esos responsables les pediría yo cuentas, porque está visto que casi de oficio, el defensor del menor, anda ocupadísimo. Que vergüenza da, de verdad.

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