Iñaki Lekuona periodista
Negra y aguada leche
Serán más de mil las veces que mi madre me ha contado cómo solía caminar de madrugada con la mula, desde su baserri de Oiartzun hasta Errenteria, con los cántaros de aluminio repletos de leche blanca y cremosa que repartía de casa en casa. Más de mil veces les contaré yo a los míos a qué olía y a qué sabía la leche de vaca recién ordeñada, que, como mi madre, una baserritarra nos traía a casa. Más de mil veces les contaré cómo su amona la hervía hasta que la espuma de la nata asomaba por el borde de la cazuela amenazando con derramarse sobre la cocina en una cascada que terminaba por oler a quemado. Nunca el pasado fue mejor, sólo lo parece porque es nuestro propio recuerdo. Pero de algo estoy seguro: la leche de entonces, sabía a leche.
El progreso trajo el proceso de pasteurización y luego el de uperisación, y con él la leche que no caduca en meses. Nos han convencido de que esa leche, que desnaturalizan para sacar nata de cocina o mantequilla, y que luego rellenan con grasas vegetales, con calciopluses y omegatreses, nos han convencido, decía, de que esa leche es leche, mejor y más sana que la que hervían nuestras madres, cuando todo el mundo que la probó sabe que no hay color, ni olor, ni sabor.
Pero es la sociedad de consumo, que nos vende hasta a su madre. Al productor, ni treinta céntimos por litro. Al consumidor, después de un proceso de aguado, se le pide un euro. Y aquí estamos, observando desde la distancia cómo desparraman los productores su leche en los campos, de tan mala que se les ha puesto. El pasado no fue mejor, pero qué futuro más negro el de la leche, que hasta la hacen ya con soja.