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Sindicalismo a la altura de las circunstancias

La salud democrática de una sociedad se mide teniendo en cuenta, entre otros muchos indicadores, la implantación e influencia del sindicalismo en la vida política y social. En ese terreno no cabe duda que la vasca es una sociedad que despunta por tener un movimiento sindical potente y radical que históricamente se ha postulado como uno de los mejores defensores de los intereses sociales y nacionales. Un movimiento que no ha sido ajeno a la crisis ideológica y estratégica que a nivel mundial ha padecido el sindicalismo durante la última década, pero que a su vez está demostrando que tiene propuestas y fuerza no sólo para salir de esta coyuntura de crisis, sino para impulsar un cambio estructural hacia mayores cotas de justicia, bienestar y riqueza para todos. El decálogo de propuestas que presentaron hace una semana y que más de 2.000 delegados defendieron ayer en Donostia es la mejor prueba de ello.

Con la huelga general del pasado 21 de mayo las centrales convocantes homologaron a la sociedad vasca con las de los países europeos socialmente más avanzados. Lo contrario de lo que han hecho los diferentes mandatarios políticos con Euskal Herria, que en las últimas décadas han colocado a la Administración pública a la cola en servicios sociales, fiscalidad redistributiva y derechos laborales. Los sindicatos han salido a la calle para poner freno al intento de socializar, más si cabe, las consecuencias de la crisis que esa clase política permitió o promovió. Unos mandatarios que se inhiben, junto a la patronal y la banca, de cualquier responsabilidad mientras hablan de «diálogo social».

Estos sindicatos vascos rompen así con la tendencia a defender intereses corporativos frente a los intereses de las clases populares. Superan así la tendencia a integrarse en la burocracia estatal para proponer alternativas de cambio. Destacan así el verdadero marco de relaciones sociolaborales con sentido económico y político, el marco vasco. Aportan también ilusión a una sociedad hastiada de la sima existente entre los discursos y la práctica oficiales, entre lo que les cuentan y lo que ellos piensan o padecen en primera persona.

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