No hay nada como la equidistancia para esquivar una situación comprometida que en sí exigiría un pronunciamiento claro. Pero si ese pronunciamiento conlleva conflictos diplomáticos o el enfado de los estados implicados, es mejor repartir las culpas o quedarse callados, dejando en tal caso que «fuentes cercanas» hagan el trabajo sucio en vez de un portavoz oficial.

Es lo que ha hecho la ONU en dos escenarios diferentes pero que comparten las violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra. Uno de ellos es la eternamente dolida Palestina y, en concreto, la ofensiva israelí contra Gaza que, entre diciembre y enero, mató a 1.400 palestinos, la mayoría civiles, y que no se detuvo tan siquiera ante edificios identificados con el logotipo de la ONU en los que se refugiaban decenas de personas.

En un informe de 574 páginas, cuatro miembros del comité de Naciones Unidas equiparan este escenario con el lanzamiento de cohetes por parte de milicianos palestinos que causaron la muerte de 13 israelíes.

Aunque el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, puso el grito en el cielo por las acusaciones a Israel y pidió a los líderes mundiales que no hicieran caso de la conclusiones del comité, en su foro interno debía de estar muy tranquilo.

Algo similar ocurre con Sri Lanka. A cuatro meses del final de los combates, la ONU aún no ha dado una cifra global de víctimas mortales, tal vez, porque se debería enfrentar a cifras descomunales a tenor de los datos que «fuentes» de este organismo han filtrado a periódicos como «The Times» y «Le Monde». Según éstas, en un solo día murieron 10.000 tamiles. Si los combates empezaron en enero y teóricamente finalizaron en mayo, ¿cuántos habrán muerto si partimos de esa revelación? Seguramente nunca lo lleguemos a saber, como tampoco veremos qué pasa realmente en los campos de internamiento donde más de 280.000 tamiles ven la vida pasar con la única esperanza de sobrevivir. Pero ¿para qué posicionarse si ya existe la equidistancia?