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Golpe de Estado en Honduras

El regreso del presidente podría marcar el principio del fin del golpe de Estado

El regreso de Zelaya a Honduras, debería marcar el comienzo del fin del régimen golpista. Son varias las razones que  fundamentan esta esperanza y tienen que ver
con dinámicas tanto internas como internacionales

Atilio A. BORON Politólogo y sociólogo argentino

En primer lugar, los gorilas hondureños y sus instigadores y protectores en EEUU  (Comando Sur y el Departamento de Estado) subestimaron la intensidad y perseverancia de la resistencia popular que día tras día, sin desmayos, manifestó su oposición al golpe de Estado. Tamaño rechazo no estaba en los cálculos de nadie, si nos atenemos a la historia contemporánea de Honduras. Pero el nuevo rumbo decidido por Zelaya: su positiva respuesta ante los largamente postergados reclamos populares y la reorientación de su inserción internacional en el marco del ALBA tuvieron un efecto pedagógico impresionante y desencadenaron una reacción popular inesperada para propios y ajenos.

Segundo: el régimen golpista demostró ser incapaz de romper un doble aislamiento. En el frente interno, quedando cada vez más en evidencia que su base social de sustentación se reducía a la oligarquía y algunos grupos subordinados a su hegemonía, incluyendo los medios de comunicación dominados sin contrapeso por el poder del capital. Además, el paso del tiempo, lejos de debilitar la resistencia popular, acotó cada vez más el apoyo social al régimen. En el flanco internacional el aislamiento de Micheletti y su banda es casi absoluto: salvo poquísimas excepciones toda América Latina y el Caribe retiró sus embajadores, y lo propio hicieron varios de los países más gravitantes de Europa. La misma OEA adoptó una línea dura en contra del régimen y, a poco de andar, el único apoyo externo con que contaba el gobierno provenía de EEUU. Éste sin embargo, siguió una trayectoria declinante que se fue acentuando con el paso del tiempo: desde la negación de visados al personal diplomático acreditado en Washington hasta medidas cada vez más exigentes en contra de Micheletti y sus colaboradores.

Tercero: las ambiguas políticas del Gobierno de EEUU -producto de la puja interna dentro de la Administración- que facilitaron el golpe de Estado fueron lentamente definiéndose en una dirección contraria a los intereses de los usurpadores. Si el inicial rechazo al golpe manifestado por Obama fue luego atenuado y entibiado por su antigua (¿y actual?) rival, Hillary Clinton, el carácter indisimulablemente retrógrado de Micheletti y su entorno así como la interminable sucesión de exabruptos e insultos dirigidos a Obama cada vez que la Casa Blanca expresaba alguna crítica a Tegucigalpa fueron lentamente inclinando el fiel de la balanza en contra de las posturas amadrinadas por la secretaria de Estado y creando una atmósfera cada vez más antagónica en relación a los golpistas.

Cuarto y último: el régimen instaurado el 28 de Junio constituye un serio dolor de cabeza para Obama. En primer lugar, porque desmiente enfáticamente sus promesas de fundar una nueva relación entre EEUU y los países del Hemisferio. El apoyo inicial al golpe, puesto de manifiesto en la obstinada resistencia de Washington a caracterizarlo como un «golpe de Estado«, la tibieza de la respuesta diplomática y la indiferencia ante las gravísimas violaciones de los derechos humanos dañó seriamente la imagen que Obama quería establecer en la región. La continuidad del régimen golpista haría aparecer a Obama como un político irresponsable y demagógico o, peor aún, como alguien incapaz de controlar lo que hacen y dicen sus subordinados en el Pentágono, el Comando Sur y el Departamento de Estado.

Esto se liga con otro asunto, el segundo, sumamente importante y que excede el marco de la política hemisférica: su credibilidad en la arena internacional. Al demostrar su impotencia para controlar lo que ocurre en su «patio trasero» los gobernantes de otros países -especialmente China, Rusia e India- tienen razones para sospechar que tampoco será capaz de controlar a los sectores más belicistas y reaccionarios de EEUU, para quienes sus promesas de alentar el multilateralismo equivalen a una capitulación incondicional ante sus odiados enemigos. Esto es particularmente grave en momentos en que Obama negocia con Rusia un nuevo acuerdo para reducir el arsenal nuclear de ambos países, algo que Washington necesita tanto o más que Moscú debido a la hemorragia económica producida por las guerras en Irak y Afganistán y al incontenible déficit fiscal norteamericano. El fracaso de este acuerdo tendría un costo económico enorme sobre el presupuesto en momentos en que ese dinero se necesita para aventar los riesgos de una profundización de la crisis económica. Pero para persuadir a los rusos de que su plan de reducción de armamentos es viable tiene primero que demostrar que controla la situación y que sus halcones dentro del Pentágono no le quebrarán la mano. Cada día que permanezca Micheletti en el poder equivale a un mes más de difíciles conversaciones con Medvedev y Putin para convencerlos de que sus promesas se traducirán en hechos. Porque, si no puede controlar a los suyos en Honduras, ¿podrá hacerlo cuando se trate de una cuestión estratégica y vital para la seguridad nacional de EEUU?

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