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Nicola Lococo Filósofo

Infancia empupitrada

 

El otro día, a eso de las 8:30 de la mañana, camino del trabajo, contemplé una escena propia de estas fechas que no por repetida deja de llamarme la atención, a saber: un niño de corta edad berreando a los cuatro vientos arrastrado por su madre camino del colegio. Uno, que ha presenciado la matanza del cerdo, no podría distinguir cual de los dos infelices ejercía mejor su papel de víctima, pues la vuelta al cole no es como nos la describen en la pantalla televisiva los grandes almacenes: un idílico paraíso de críos guapos y sonrientes con reluciente uniforme, rodeados de amigos en un marco de amplios horizontes naturales... más bien ilustra con mayor acierto el tan cacareado síndrome post-vacacional que dicen padecer los adultos con el regreso al trabajo, por no hablar del carcelario patio de recreo rodeado de cercas y asfalto, y las vomitivas raciones del comedor cuyo aroma compite en pestilencia con el de las papeleras y granjas industriales de las gallinas y pollos de croqueta. Aquel desdichado que lloraba a moco tendido tenía, como tantos otros, verdadero motivo para actuar de esa manera, pues lo que le espera tras un verano de playa, piscina, monte, fútbol, siesta, juego del escondite, bicicleta, patinete, etcétera no era otra cosa que permanecer entre 5 y 6 horas sentado en un pupitre los cinco días de la semana, de septiembre a junio. A nosotros, los altos, que se nos llena la boca hablando del maltrato y la explotación infantil en el sureste asiático, no se nos ocurre mejor modo en que un pequeño pueda pasar su infancia que empupitrado entre las cuatro paredes del aula de un colegio, pero ya se sabe, que los renacuajos zascandiles con su rebosante imaginación tienen en sus tiernas mentes otras fórmulas, absurdas y ridículas, como pasarse el día jugando y brincando por ahí, sin hacer nada de provecho.

Es posible que condenar a nuestra juventud a pasar su infancia y adolescencia empupitrada pueda parecer, desde su insolente e irresponsable perspectiva, poco menos que la práctica de la tortura denunciable ante la UNESCO y Amnistía Internacional, sin embargo, nuestra sociedad requiere de su menudo sacrificio, pues de qué otro modo podríamos procurarnos un entrenamiento mejor para el día de mañana contar con gente dispuesta a trabajar de cajeras de supermercado, en cabinas de autopista, de oficinistas, recepcionistas, operadoras telefónicas, controladores aéreos, o en una cadena de montaje... sin necesidad de recurrir a la conspiración del flúor. También es posible que, sin este adiestramiento previo de la empupitración de la infancia, fueran muchos más los problemas de la clase turista, que aparecerían no sólo en los vuelos trasatlánticos, sino incluso en los de corto recorrido de autobús. Son por estos y otros motivos que los padres y madres, con todo el dolor de su corazón, empupitran día sí, día también a sus jóvenes retoños para que se vayan acostumbrando a lo que va a ser su vida venidera. Claro que dado que hablamos de futuro y el futuro de todos nosotros es la muerte y pasar la eternidad en un ataúd, a lo mejor se me ocurre que ya dispuestos a prepararnos para el futuro, mejor sería dejarlos dormir en sus camas después de ver la tele hasta altas horas de la noche y se quedaran así, tumbados lánguidamente soñando con los angelitos.

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