A apenas tres kilómetros de su casa, Cadel Evans dejó de ser un segundón. La palabra que, posiblemente, más detesta, pero también la que define a un corredor tan completo como falto de punch.

Llegado al pelotón tras una exitosa trayectoria juvenil en el mundo de la mountain bike -con un Mundial Junior y un par de Copas del mundo incluídas-, el corredor australiano destaca en cuatro aspectos básicos para cualquier gran campeón: sube bien, contrarrelojea mejor, sabe sufrir y es regular. Muy regular.

Y es esa virtud la que se convierte también en su problema. Evans rara vez se descuelga del grupo de favoritos. Ni para mal ni, menos aún, para bien. Por falta de arranque o por falta de agresividad, se pueden contar con los dedos de una mano las arrancadas del australiano y eso se traduce en un palmarés relativamente pobre.

Apenas ha inscrito una veintena de triunfos, de hecho, desde que debutara en profesionales en 2001 de la mano de Saeco. Con los italianos se estrenó en la Vuelta a Austria, en la que se adjudicó una etapa y a la que añadió un par de carreras de un día sin demasiado nombre. Suficiente para fichar con el por aquel entonces todopoderoso Mapei, con el que tocó por primera vez el cielo, al vestirse de rosa en el Giro; tras un desfallecimiento morrocotudo en los Dolomitas acabó en la 14ª plaza.

Probó fortuna en Telekom, con resultados similares, hasta que en 2005 llegó a la que se ha convertido en su casa, el Lotto. Unos colores con los que han llegado sus mejores victorias -un Tour de Romandía, una etapa de la Paris-Niza o la clasificación UCI Pro Tour de 2007-. También sus mejores actuaciones en el Tour, con el segundo puesto de 2007 y 2008.

Pocos titulares para una nómina de estrella, lo que incluso había llevado a Lotto a plantearse su continuidad, pese a que le resta un año de contrato con el conjunto belga, más aún tras un 2009 especialmente pobre en alegrías. Evans encontró ayer la mejor manera de despejar las dudas.