Antonio Alvarez-Solís periodista
La zona neutra y vacía
Las declaraciones de Alan Greenspan en las que afirmaba que la crisis económica actual se debe «a la naturaleza insaciable del ser humano», en boca de quien durante dieciocho años fuera presidente de la Reserva Federal estadounidense, mueven a la risa, pero sobre todo resultan cínicas, como el periodista Antonio Alvarez-Solís evidencia.
El Sr. Greenspan acaba de descubrir que la gran crisis económica que destroza al mundo se debe a la naturaleza «insaciable» del ser humano. El Sr. Greenspan ha ocupado durante más de dieciocho años la presidencia de la Reserva Federal de Estados Unidos, desde la que introdujo al universo occidental y a grandes países de Oriente en la libre economía de los llamados «derivados financieros», constituídos por los mercados de futuros, el juego de las opciones, los fondos de alto riesgo y otras invenciones, liberaciones y procedimientos perversos que han permitido comportamientos mortalmente corsarios cuando no de abierta piratería o filibusterismo. Pues bien, al final de su vida el Sr. Greenspan descubre que todos los sucesos que estamos viviendo no se deben a esa perversa libertad financiera que él protegió y con la que intoxicó al gran mundo occidental, sino a la «naturaleza» humana, abstracto lugar, según parece, que está gobernado por nuestros más nefastos demonios personales. El Sr. Greenspan hace bueno el dicho astroso de que el «diablo harto de carne, se metió a fraile». Ahora ha resuelto, para absolverse del desastre que creó tan expeditivamente, proyectar su pecado hacia la innata perversidad del ser humano, de la que él, por supuesto, no participa. Ha olvidado que en el año 2003 afirmó solemnemente ante el Senado de Estados Unidos que «lo que hemos visto a lo largo de los años en el mercado es que los `derivados' han sido un vehículo extraordinariamente útil para transferir el riesgo de las personas que no deberían asumirlo a aquellas que están dispuestas y son capaces de hacerlo». ¿De hacer qué, Sr. Greenspan? ¿Se da usted cuenta de su infinito cinismo?
Se están multiplicando en nuestra hora y sociedad profundísimas zonas vacías, inmensos agujeros negros en los que son arrojados por sus presuntas culpas seres de toda índole que han colonizado el sistema. Con la creación de este infierno todo lo que queda al margen de la caverna de los condenados es declarado sano y esperanzador, sin reparar en que esa colectividad ignominiosa -formada por los que saben manejar los riesgos, según el anciano Greenspan- volverá a repetir los mismos procedimientos al margen de sus gravísimas responsabilidades, que deberían ser juzgadas duramente por tribunales especiales como actos propios de gran terrorismo. Pero ese terrorismo jamás ocupará el banquillo porque está protegido y aún fomentado por los estados de clase, que definen lo que es democracia y libertad, lo natural y lo recusable. Ahora han caído en los infernales pero transitorios agujeros negros banqueros que hace dos días eran citados como ejemplo moral a seguir por las masas.
Las lo indignante de la situación es que en esas áreas vacías donde todo es llanto y crujir de dientes están cayendo, junto al siniestro estafador, y asimismo por obra de su «insaciable naturaleza», los parados, los desposeídos de sus entecos ahorros, los pueblos que luchan por su libertad, los enfermos que resultan caros a los gobiernos, los que malviven en barrios infernales, los que no han podido recibir una educación conveniente... Si se aplica la delicuescente doctrina Greenspan, esos seres pertenecen también, a lo que parece, a esa naturaleza insaciable de la que no han sabido liberarse a tiempo. Seres que jamás se han preparado para evitar su paro, su enfermedad, su dependencia, su situación desesperada. Debe ser salvado el mundo creador del poder y para ello hay que meter toda esa masa que supone las tres cuartas de la humanidad en alguno de esos agujeros situados en la metafísica. Es decir, no deben desaparecer sólo los verdugos sino la totalidad de los ajusticiados, que han malogrado con sus menudas ansias vitales la gran obra de los poderosos. Todos los días los gobiernos hablan acerca del uomo qualunque, de su pecado de consumismo, de su disfrute alocado del crédito, del libertinaje de los que han pedido otro plato de sopa en el orfanato de Oliverio Twist. En una palabra, todos los días los Gobiernos nos acucian con nuestra obligación de apretarnos el cinturón cuando hace ya mucho tiempo que nos arrebataron los pantalones.
En esas zonas vacías, donde desaparecen todas las tristes realidades, reside ahora un mundo que no está originado, según se proclama, por la explotación, sino que ha nacido de su propia inoperancia, de una desgracia sin más origen que su torpeza. El infortunado ha pasado a autor de su propio infortunio. Es más, hasta hace cuatro días, en que se ha desgarrado por fin el velo de los perfectos, los fantasmales seres que pueblan ahora el desempleo o padecen la enfermedad sin medios para afrontarla o carecen de los bienes básicos de la vivienda o de la cultura, habían llegado a creerse culpables de sus males y discurrían por la vida de los «normales» como si fueran pecadores o suicidas. Hasta hace muy poco escuché a muchos trabajadores decir de los que empezaban a sufrir el paro que la culpa de tal situación era de los mismos parados por no haber sabido forjarse a sí mismos. La sociedad opulenta había envenenado de pragmatismo americano -esa doctrina en que se señala a los poderosos como los elegidos por Dios para gobernar el mundo ¿verdad, Sr. Greesnpan?- a los mismos pobres, a los marginados, a los inmigrantes, a los venidos de razas «inferiores», a los que no habían pisado ninguna calavera para alcanzar una superior altura. Trastornados por su propia situación, muchos individuos llegaron a suponer que había alguna razón de la que eran responsables para encontrarse sumidos en el lodazal en que se debatían. Por su parte los estados alimentaban el ideario de esta discriminación por medio de tristes asistencias, por las llamadas «políticas sociales» -esa nada entre dos platos-, recurriendo a la misma represión sobre el innominado, culpando día tras día, con insidiosa dialéctica, a los descolgados que habían ido a parar a las inmensas zonas vacías en que ahora yace la mayoría de la humanidad. Era la proterva época del triunfo de los «hechos a sí mismos» que normalmente salen deformes moralmente.
Ahí tenemos, pues, la «naturaleza insaciable» del ser humano como referencia absoluta de todo lo que nos sucede. Ya no es preciso cambiar el sistema económico-social sino rezar tres padres nuestros y tres ave marías a la puerta de la Reserva Federal. Ni siquiera cabe sostener la tesis de que la naturaleza parte de muy pocas grandes formas platónicas para convertir su decurso en cultura y, por tanto, en historia. El ser humano ha vuelto a reducir su voluntad y su libertad a la demoníaca insaciabilidad que antes de la actual recesión sólo se apoderaba del alma de los débiles y que ahora ha llegado a la cima donde hacen balance los elegidos. El Sr. Greenspan se aleja horrorizado de tal escenario y decreta, con perplejidad, su inocencia. El universo del dinero se ha poblado de agujeros negros a los que van a parar masas ingentes que no creen que hayan sido engañadas sino que piensan todavía como real su propia incapacidad para colocarse debidamente en los estantes adecuados. Hasta tal punto ha penetrado el engaño de los miserables sacerdotes. «Su naturaleza, hermano, les ha perdido», claman los pontífices que se asoman a sus balcones dorados para adoctrinar a la sociedad angustiada. Nadie quiere creer que se ha producido una colosal estafa por parte de los que manejan la gran máquina. Una estafa que empieza a repetirse. La responsabilidad es de nuestra carne flaca. Posiblemente hayamos tomado dramáticos y falsos atajos para acabar en donde estamos; pero lo cierto es que alguien ha aprovechado la noche oscura del alma para cambiarnos las señales de tráfico.