Aitxus IÑARRA I Profesora de la UPV/EHU
El buen profesor
La figura del profesor siempre parece sujeta a polémica. Todo el mundo reivindica al buen profesor, pero a menudo se defiende un modelo educativo que hace imposible su existencia. La autora expone cuáles deberían ser las características de ese buen profesor, que tiene una estrecha relación con la figura clásica de mentor. Pero para fomentar esta figura se requiere un cambio de paradigma que supone «el abandono de la programación social dominante», asociada a los valores del sistema sociopolítico imperante, y la adopción de un modelo «que actualice los valores de la receptividad, la cooperación e interdependencia».
La permisividad en la enseñanza tiene una consecuencia de la que hoy apenas se habla, ocupados como están sus críticos en destacar efectos tales como la violencia en el aula y el desdén por el esfuerzo personal. Esa consecuencia no es otra que ocultar al servicio de qué o quién está la educación.
Cuando desde la educación convencional se consigue la domesticación del alumno, se consigue simultáneamente su sumisión ante lo dado. Nos referimos a lo dado, como a una asunción del incuestionable prestigio que el buen alumno va a ser capaz de conseguir si sigue las propuestas de la institución académica; se trata en definitiva, de la asunción de un universo simbólico que transmite unas metas de lo que vale la pena conseguir en la vida y lo que no. El profesor apegado a este modelo dominante, se convierte en un distribuidor de información, actitudes y conocimientos homologados, además de en objeto y servidor de lo externo.
Esto es especialmente cierto en la educación actual, seducida cada vez más por la tecnología y la ciencia que lejos de centrar su mirada en el desarrollo interno del individuo, se distancia cada vez más de ese objetivo arrastrando en esa fascinación al conjunto del ámbito educativo, incluido al profesor. Éste se convierte en un agente esencial en la transmisión de estos elementos, ideologías meditadas, patrones, etcétera. Este paradigma dominante conforma una mentalidad seriada dirigida continuamente a proyectarse fuera de uno mismo. Para ello constituye patrones que graban en el individuo una identidad dominante, y que se manifiesta en forma de percepciones, pensamientos, emociones y conductas estandarizados. En este contexto no hay un espacio para tomar conciencia de uno mismo y del mundo que interpreta. La mirada exterior abole la mirada interior, la proyección a la inmersión, y el resultado es la desaparición del interior personal como campo de atención, de estudio y desarrollo.
Se nos educa a no pensar, no percibir, ni sentir sobre nosotros mismos. Se nos enseña a no tener conciencia de nuestro cuerpo; se nos ha educado, en definitiva, a no ser conscientes de nosotros mismos. Por esta razón nos resulta difícil entrar en contacto con nosotros mismos, tener una intimidad.
El cambio la educación debería partir de la constatación de las deficiencias mencionadas. De modo que el quehacer primordial de la educación debería ser precisamente éste: facilitar el desarrollo de la conciencia de sí mismo, es decir, una educación integral en donde lo fundamental sea, más que transmitir y acumular conocimientos, un continuo proceso de transformación consciente hacia el autoconocimiento, siendo el propio profesor el sujeto principal en este cambio.
Es a este profesor de una educación integral, al que denominamos el buen profesor. Rescatamos, en este sentido, la figura del mentor. «Mens» provienente de la raíz indoeuropea «men-», que significa pensar, meditar. Mentor es el leal amigo de Odiseo, al que éste había encargado que velara por sus intereses mientras estuviera en Troya. Atenea, a su vez, diosa de la sabiduría -considerada mentora de héroes-, asumió varias veces su forma para acompañar a Telémaco o para ayudar a Odiseo. Mentor y Atenea se funden ambas figuras en una: «alguien que sabe, y que acompaña». Así, el mentor o el buen profesor, es la figura que sabe y acompaña al alumno en el arte de la búsqueda de sí mismo, cuando este último ha decidido terminar con el desconocimiento de sí mismo. Es en ese momento cuando mentor y alumno se encuentran e inician el proceso.
El buen profesor, en este sentido, es un sujeto integrado, pues mediante la mirada interior ha ido cohesionando su pensar, sentir y hacer; por esta razón es capaz de transmitir esa percepción integral de la realidad. Es la figura de referencia en una educación integral.
El buen profesor lo es porque ha comprendido su personaje, es decir, los condicionamientos mediante los que ha construido su propia identidad, por esta razón contacta con su interior, vive desde el centro. Conectado con la espiritualidad de ser, en su mismo proceso estimula el proceso de autorrealización del alumno porque conoce las necesidades internas del ser humano de afecto, comprensión y conocimiento. Cuando se produce la conexión con el otro, entonces la relación se trasmuta en un nosotros. Es a partir del establecimiento de la relación fluida entre el buen profesor y el alumno, cuando se produce la transformación.
El buen profesor actúa desde lo racional y la intuición. Es capaz de suscitar una atmósfera vital de apertura y de interpretar las necesidades del grupo. Hábil comunicador, su tarea consiste, sobre todo, en crear metáforas que sanen e integren, que induzcan nuevas maneras, más flexibles, amorosas de interpretarse. Mediante su transmisión puede tocar la percepción, las creencias y la forma de ver sobre las cosas que tiene el alumno facilitándole la apertura a un espacio nuevo, más en conexión con su mirada interna, permitiéndole modificar su visión hacia una mayor consciencia en la que se integran lo sensitivo, el pensar y el cuerpo.
El buen profesor trabaja desde la mirada interior, su meta es activar la necesidad y la motivación del desarrollo interior del alumno. Le provee de referencias en el proceso del autoconocimiento, es decir, le estimula a estar cada vez más alerta consigo mismo. Fluye, se adapta al contexto, y ayuda al alumno a desarrollar la capacidad de ser más consciente en situaciones complejas y diversas. Sabedor y conocedor del mundo, comunica yendo más allá de lo convencional y de lo establecido. No tiene como objetivo la adaptación del alumno a las necesidades del sistema socioeconómico o el logro individual, sino el desarrollo de un sujeto más sano e integrado, ya que prioriza las tendencias y necesidades naturales de éste; implicándole, asimismo, en la experiencia educativa desde la responsabilidad, motivación, autoconfianza y lucidez.
Su ética, asume y trasciende los códigos morales, al brotar de lo natural. Es por ello que no fragmenta, ni excluye, y es capaz de dar respuestas adecuadas y creativas en función del contexto. Construye las relaciones desde la sabiduría que le proporciona su propia coherencia interna, y esto, sólo es posible desde un yo integrado.
En resumen, la transformación educativa se manifiesta con un cambio de paradigma que va desde el abandono de la programación social dominante basada en valores como el logro individual, la competitividad y la categorización de individuos aptos o no aptos para el sistema, a un paradigma que actualice los valores de la receptividad, la cooperación e interdependencia. Valores que brotan de un proceso continuo del desarrollo integral del individuo, y que favorecen el desarrollo de una comunicación interpersonal y un modo de interactuar consciente, es decir, una convivialidad. Tal como dice Ll. Duch en su libro «Estaciones del laberinto», la finalidad última de la praxis antropológica y pedagógica consiste en una configuración saludable y gozosa de la relacionalidad humana.