Lo que más me asombra de la ópera prima de Duncan Jones, y en eso deja atrás a la mayoría de cineastas actuales salvo tal vez a Tarantino, es su habilidad para hacer una película totalmente original con materiales tomados prestados de títulos ya existentes: «2001: Una odisea del espacio», «Blade Runner», «Alien», «Naves misteriosas», «Atmósfera Cero», «Solaris» y «Androide». No cabe imaginar un disfrute mayor para todos los amantes del cine de ciencia-ficción que se hacía alrededor de los años 70, cuando los efectos especiales no se comían a la reflexión sobre el futuro de la humanidad. La interactuación entre el robinsoniano protagonista y el robot que le ayuda en su solitaria misión da un juego increíble para describir los síntomas de la progresiva deshumanización, sin necesidad de más intérpretes o elementos dramáticos. Sam Rockwell se basta por sí mismo mediante un efecto multiplicador que le lleva a dialogar con sus clones, réplicas perfectas que le obligan a una búsqueda de la identidad suplantada.

Más allá de las claves genéricas por las que transita «Moon», existe otro nivel de lectura que compete a Duncan Jones como autor que quiere dar a conocer su personalidad. Su obsesión por dejar de ser públicamente identificado como el hijo de David Bowie, sin que el elegir otro nombre artístico le haya servido de mucho, le lleva a presentar desde la ficción unas credenciales y un sello distintivo. El tema de los replicantes constituye en ese sentido una alegoría perfecta, porque la herencia genética no ha de ser nunca tan determinante como se pretende. «Moon» es un canto a las personas libres que no aceptan los condicionamientos de especie, familiares o corporativos. Se insiste en la manera en que la empresa Lunar Industries, que explota un yacimiento de gas en nuestro satélite ante la falta de recursos energéticos del planeta, sistematiza a sus empleados convirtiéndolos en meras piezas mecánicas sustituibles, al servicio de una cadena de trabajo que nunca debe parar.