Anjel Ordóñez Periodista
Esperando un iceberg
Dice un viejo aforismo que a quien tiene un martillo todos los problemas le parecen clavos. Y lo malo es que, aunque a menudo no lo sean, casi siempre termina por aporrearlos de igual manera, aunque delante tuviera un tornillo del siete suplicando un suave pero firme destornillador. Poco importa si el problema se resuelve o se agrava, la cuestión es que, para el que blande el martillo, no es plato de gusto tener que negociar con el dueño del destornillador. En definitiva, el martillo, con frecuencia, deja de ser una herramienta para lograr un objetivo y se convierte en el objetivo es sí mismo: lo que importa es machacar y remachar, moler y triturar, estrujar y espachurrar. Porque, si no, ¿de qué vale tener un hermoso martillo?
Es, por tanto, una cuestión de orgullo. Ocurre, no obstante, que el orgullo es mal consejero. A menudo ofusca el entendimiento y conduce a quien lo domina a procelosas aguas en las que termina por hundirse sin remedio. Le pasó, literalmente, al Titanic. Dominado por la soberbia, olvidó que era un simple barco, enorme y moderno, lujoso y caro, pero un simple barco que naufragó a la primera de cambio. Sólo hizo falta ponerle delante la seriedad de una evidencia, la verdad de su insignificancia ante la inmutable realidad del iceberg, un impresionante pedazo de hielo que partió como el cristal al engreído coloso y acabó con su petulancia en el fondo del océano.
No siempre las cosas son tan fáciles. Un martillo es siempre un martillo. Su violencia puede causar un daño inmenso antes de que, como al Titanic, algo o alguien, le ponga en su sitio. Puede pasar mucho tiempo, demasiado, apisonando a los que a sus ojos, en su interesado delirio de cruel intolerancia, sólo son clavos a enterrar. A golpes.
No es fácil terminar esta columna, porque no es fácil adivinar cuánto tiempo más tendremos que soportar los martillazos de la intransigencia, las sacudidas de la sinrazón. Porque aún no se divisa en el horizonte ese iceberg cuya existencia es, cada día que pasa, más una certeza que una esperanza. Acaso es que las olas de esta marejada no nos dejan verlo. Pero ahí está.