Raúl Zibechi Periodista uruguayo
La cultura plebeya camino del gobierno
En Mujica se sienten reflejados los pobres de la ciudad y del campo, pero también una parte considerable de las clases medias que han trabajado duro para forjar o sostener su condición La irrupción de Mujica en la política uruguaya, a mediados de la década de 1990, supuso un aire fresco en un sistema que pedía a gritos algún tipo de renovación
El más que probable triunfo en las elecciones de ayer de José Mujica, quien será ungido presidente en la primera o segunda vuelta, o sea, entre ayer y el domingo 29 de noviembre, es de algún modo la victoria de una manera plebeya de hacer política, en un país donde la cultura de las clases medias ostenta una potente hegemonía.
A diferencia de países como Bolivia y Argentina, donde la cultura popular del abajo siempre tuvo una fuerte impronta que marcó a fuego la historia reciente, en Uruguay desde comienzos del siglo XX se impuso un modo poco estridente, pacato y medido de expresar las opiniones y movilizaciones de los sectores populares. Algunos han llamado «institucionalización» a esa cultura, en tanto otros han hecho hincapié en el predominio de una cultura política «amortiguadora» como forma de explicar las particulares configuraciones de un país donde las capas medias no sólo han sido cuantitativamente importantes, sino que pronto se convirtieron en referencia obligada para el conjunto de la sociedad. En este país, tener mucho está mal visto; mostrarlo supone un castigo social inevitable. De modo que los de arriba han sido desde hace mucho tiempo timoratos a la hora de alardear su riqueza. Y los de abajo, en contrapartida, siempre mostraron una tendencia a no considerarse como pobres sino como clases medias.
Dicho de otro modo, en Uruguay nunca existió una oligarquía, o sea una clase que siendo económicamente dominante sea a la vez políticamente gobernante. Ese dato crucial, hizo posible no sólo que surgiera una élite encargada de administrar la cosa pública sin relación material directa con la burguesía, sino que los de abajo tuvieran la capacidad de influir en ese sector. El batallismo fue la expresión política más acabada de esa estructura socio-política que diferenció al Uruguay al punto de convertirse, más en el imaginario que en la realidad, en la Suiza de América.
José Mujica aspira a hacer batallismo desde el Gobierno. O sea, a implementar modos de conciliación de clases, en la tradición de la política que impregna a todos los partidos uruguayos. Sin embargo, lo que lo diferencia del resto de los candidatos -tanto de derecha como de izquierda- es que, al decir de un político, es el político más parecido al uruguayo medio. En Mujica se sienten reflejados los pobres de la ciudad y del campo, pero también una parte considerable de las clases medias que han trabajado duro para forjar o sostener su condición, en un período en que el ascenso social está vedado para las mayorías.
El indudable fervor que recoge Mujica no deviene de un programa de gobierno. Está influido, eso sí, por la gestión de Tabaré Vázquez que, guste o no, ha realizado una gestión considerablemente mejor que los gobiernos anteriores, cuestión no demasiado difícil, por cierto. El apoyo a Mujica tiene una buena dosis de identificación afectiva con el candidato, lo que supone fidelidades mucho más sólidas y duraderas que los apoyos de carácter racional. Éste es un primer cambio, de larga duración en la política uruguaya.
El triunfo de Mujica frente a Astori en las internas de junio, pese a que el ex ministro de Economía contaba con el apoyo de Vázquez y de los medios, fue la victoria de un estilo de hacer política, pero mirado desde la gente supuso una evidente identificación con un pasado, y un presente, de hacer política pegado a la gente. O, por lo menos, ésa es la percepción de buena parte de quienes lo apoyan.
Algunos dirán «populismo», pero se equivocan. El vocablo nubla la comprensión, impide ver la realidad, la enjuicio en base a consideraciones desde arriba que suponen que el caudillo puede modelar la realidad social y cultural a su antojo. No. La irrupción de Mujica en la política uruguaya, a mediados de la década de 1990, supuso un aire fresco en un sistema que pedía a gritos algún tipo de renovación. De hecho, los principales políticos en el Uruguay posdictadura fueron los mismos que diez o quince años antes. Cero renovación.
Por último, hay que mirar no hacia el estrado sino hacia la calle, hacia la gente, para comprender lo que está sucediendo en Uruguay. La novedad mayor de esta campaña es que las extensas estructuras políticas del Frente Amplio, cientos de comités de base que llegan a todos los barrios y todos los rincones del país, han sido neutralizadas por iniciativas espontáneas, por convocatorios a través de Internet y celulares sin pasar por las lentas y pesadas orgánicas. Los grandes actos siguieron siendo importantes, pero la novedad vino de ese tipo de convocatorias inesperadas que algunos dirigentes atentos como Mujica supieron cazar al vuelo.
Por otro lado, mirando la calle pueden verse -como siempre- una abrumadora mayoría de clases medias apoyando al candidato del Frente Amplio. Pero esas clases medias no son las mismas que fundaron la coalición de izquierda casi cuatro décadas atrás. Se empobrecieron, sus hijos y amigos emigraron, dejaron de soñar con la Suiza de América y en ganar campeonatos de fútbol. De alguna manera, se hicieron algo más plebeyas, lo suficiente como para apoyar a un candidato que encarna un modo no tan tradicional de hacer política.
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