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Testimonio desde el infierno

Sembarathi cuenta su historia que corrobora un vídeo sacado de Sri Lanka de forma clandestina. Oculta su rostro desfigurado por pudor y por seguridad, pero también por puro despecho. «¿Por qué tapa el mundo sus ojos ante el infierno que está atravesando nuestro pueblo?», se pregunta esta mujer antes de empezar a describirlo.Testimonio recogido por Karlos ZURUTUZA

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Me llamo Sembarathi y nací en Killinochi (Sri Lanka) hace 39 años. Tengo una niña de seis años y un niño de nueve. Han perdido el pelo por todo lo que les ha tocado ver durante los últimos meses. A menudo se despiertan gritando por la noche.

El 21 de diciembre de 2008, nuestra aldea fue bombardeada desde el aire pero, afortunadamente, no estábamos en casa. A primeros de enero volvimos para recuperar nuestras cosas y fuimos bombardeados de nuevo, esta vez desde un dron (avión no tripulado). La casa de nuestros vecinos quedó carbonizada y sus cinco ocupantes murieron en el ataque. Al poco nos vinieron a buscar para trasladarnos a un hospital pero las bombas caían desde todas direcciones y no teníamos dónde refugiarnos. Nos metimos en la iglesia pensando que allí estaríamos seguros, pero también fue bombardeada. Una bomba de fósforo me quemó la ropa y parte de la cara.

Las escuelas habían suspendido sus clases para ser convertidas en hospitales provisionales pero el Gobierno insistía en que se trataba de refugios para los tigres tamiles, que por eso las bombardeaba. No obstante, nosotros conseguimos llegar a un hospital de verdad. No había camas para todos así que tuvimos que dormir en el suelo. Estuvimos allí tres días, y al cuarto lo bombardearon. Murieron más de treinta personas en aquel ataque, esta vez desde aviones Kfir (cazabombarderos de factura hebrea). Todo el mundo sabía que aquel era un hospital pero lo atacaron igualmente.

Tras varios días de marcha, el 14 de enero empezó a llover intensamente. No podíamos usar los búnkeres en el camino para refugiarnos, porque estaban anegados. Los bombardeos eran incesantes y la gente seguía muriendo. Teníamos que movernos continuamente así que no parábamos ni para enterrar los cadáveres.

La Cruz Roja y Naciones Unidas consiguieron instalar unos hospitales de campaña a finales de enero y dieron a Colombo su localización exacta para evitar los ataques. Pero también fueron bombardeados desde los Kfir. A mediados de febrero, la ayuda internacional abandonó la isla.

Llegamos al hospital de Puthukkudiyiruppo. En cuanto cesaban los bombardeos, la gente acudía en masa al centro, pero entonces lo volvían a bombardear. Nos refugiábamos de las bombas donde podíamos: bajo los escombros, los coches...No teníamos ni comida, ni búnkeres, ni medicinas. Estábamos agotados.

Luego nos dijeron que en Trincomalee nos evacuaría un barco de la Cruz Roja que solía traer medicinas y se llevaba a los heridos graves. Pero cada vez que se acercaba a la playa, los aviones volvían a bombardear la bahía. Esperamos allí durante tres días. Tuvimos que matar a los perros porque se estaban comiendo los cadáveres. No queríamos que los niños vieran aquello. Los ataques eran continuos y nos hacinábamos en los búnkeres. Mis hijos vieron morir a dos niños con los que solían jugar, vieron sus restos por el suelo... Su madre fue gravemente herida y murió esa misma noche. Finalmente, el barco se fue sin poder evacuarnos y la gente se volvió loca. Muchos se suicidaron.

El 17 de mayo fuimos rodeados por el Ejército y nos encerraron como al ganado en un área delimitada por alambradas. Éramos decenas de miles. La excusa era que nos encontrábamos en una zona minada por el LTTE y que allí estábamos fuera de peligro. El primer día no nos dieron agua y nos tuvieron los tres siguientes sin comida. A veces tiraban algo por encima de la valla pero era peor. Se formaban montoneras de gente desesperada y algunos murieron aplastados. El día 20 nos trasladaron hasta el campo de Ananthakumarasamy.

Separaron a los civiles de los tigres. A éstos les dijeron que era mejor reconocer su pertenencia al LTTE ya que, de no hacerlo, las consecuencias serían mucho peores de ser descubiertos. Llevábamos días sin comer y nos comportábamos como robots.

Dormíamos diez en cada tienda. El campo estaba dividido por alambradas a cuyos lados habían separado a los hombres de las mujeres. Los guardias disparaban a los que intentaban comunicarse con sus familiares al otro lado de la valla.

No había sanitarios así que teníamos que hacer nuestras necesidades y bañarnos en una especie de lago. Todos los días desaparecían mujeres y niños. A veces se encontraban sus cadáveres, pero no siempre. Decían que los violaban antes de matarlos.

Un día vi cómo dos soldados se llevaban a un niño desde una moto. Atravesaron el checkpoint de la entrada sin que nadie los detuviera. La gente empezó a no dejar a sus hijos abandonar la tienda. Los acompañábamos hasta cuando querían orinar fuera de la tienda.

Nos daban comida un día de cada tres. La mayoría de nosotros estábamos muy débiles, y los heridos y los mayores no pudieron superarlo. La gente moría pero no se evacuaban los cadáveres.

Tras mes y medio en el campo, el 8 de julio conseguimos escapar sobornando a los guardias. Mis hijos y yo estamos hoy en Londres esperando que nos concedan el asilo político. No puedo decir cómo salí de la isla porque pondría en peligro a aquellos que están intentando huir en estos momentos.

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